FORMACIÓN JURÍDICA DEMOCRÁTICA O AUTOCRÁTICA
Ponencia presentada en el Primer Congreso Nacional sobre Formación Jurídica
Agustín Pérez Carrillo
Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana
UAM-A.
Noviembre, 2006
1. Antecedentes y objetivo. La decisión de convocar a un congreso sobre formación jurídicatuvo como propósito intercambiar ideas sobre las orientaciones de los planes y programas de estudio de las escuelas, facultades o departamentos de derecho y las prácticas en los procesos de la educación legal.
Nuestras inquietudes fueron, principalmente, sobre la idoneidad de la preparación de profesionales del derecho para contribuir a la satisfacción de problemas sociales, como lo ordenan un amplio número de leyes orgánicas o estatutos; las consecuencias de una enseñanza eminentemente normativa del derecho; las aperturas hacia la convergencia disciplinaria, cualquiera que fueran los nombres propuestos como son los de interdisciplina, multidisciplina, pluridisciplina, transdisciplina; los impactos del ejercicio profesional en la opinión pública; el cumplimiento del servicio social obligatorio constitucionalmente; el prestigio de la profesión del abogado en función de comportamientos institucionales o individuales; el carácter democrático o autocrático prevaleciente en los procesos educativos y las maneras en que se manifiestan las libertades de cátedra, investigación y libre examen y discusión de las ideas.
El objetivo de mi ponencia es presentar algunas reflexiones sobre si la participación de diferentes actores en el desarrollo de los planes y programas de estudio de las licenciaturas en derecho se aproxima o se aleja de una educación democrática o autocrática. Una pregunta que puede ayudar a encontrar respuestas es la siguiente: ¿Quienes estudian tienen libertad para conversar, dialogar, debatir e intercambiar ideas con quienes tienen el rol de profesores o autoridades universitarias?
Para continuar con estas reflexiones recurro a los contextos de justificación, del descubrimiento y pedagógico relacionados en filosofía de la ciencia con el desarrollo del conocimiento científico.
2. Los tres contextos. Los contextos de justificación y del descubrimiento son formas de vida de quienes están comprometidos en el desarrollo del conocimiento científico o humanístico (desarrollo del conocimiento). En el contexto de justificación se exige la verificación o demostración de cualquier enunciado conforme a los criterios estrictos asignados a las teorías científicas; el razonamiento deductivo predomina en esta actitud. En el contexto del descubrimiento se consideran, además del contexto de justificación, una variedad y multiplicidad de factores presentes en la práctica y desarrollo de las actividades científicas, aun cuando no sean deductivamente demostrables. Entre tales factores se pueden mencionar los apoyos institucionales o patrocinios de particulares, las decisiones de los organismos interesados en el desarrollo del conocimiento, la elaboración de protocolos de investigación, los experimentos fracasados, los debates, las asesorías de especialistas, el azar, etc. (1) A este respecto se mencionan dos tradiciones: una que funda el conocimiento en el contexto de justificación y otra que no considera la distinción entre ambos contextos.
El contexto pedagógico tiene como ámbito de actividad la enseñanza de las ciencias principalmente en las instituciones de educación superior y la formación de los profesionales en distintos campos del conocimiento.
Cuando el contexto pedagógico se acerca al de justificación una práctica predominante es el uso del libro de texto o similares como las antologías, artículos científicos o de divulgación. (Libro de texto). Quien estudia en este ambiente tiene una participación limitada por los libros de texto; su principal actividad intelectual es la lectura considerada como medio para demostrar la posesión del conocimiento de lo escrito, independientemente de las posibles interpretaciones, pues el texto ya no responde ante las dudas, observaciones, críticas, aclaraciones, interpretaciones, etc., aun cuando sea una facilidad recurrir a el. Quien enseña, el docente, tiene una función protagónica en el proceso educativo a la cual se asocian una serie de conceptos y acciones como lección, clase, pasar lista, marcar retardos, imponer disciplina, lectura, dejar tareas, aplicar exámenes, respuestas de elección múltiple, calificaciones, todos relacionados con su actividad.
En el contexto pedagógico ha predominado el uso del libro de texto; en éste se presenta detenido el desarrollo del conocimiento y casi siempre se ignoran sus antecedentes, las circunstancias del momento de la escritura, los factores que tuvieron influencia en los avances, los debates entre los miembros de la comunidad científica, los avatares de diversas clases y, por otra parte, las expectativas no se indican.
La práctica pedagógica encuentra en el libro de texto un recurso cómodo: los profesores deben enseñar el contenido depositado en el libro y los y las estudiantes tienen que aprenderlo; se fomenta así una actitud dogmática en quienes enseñan, pues lo que no está en el libro no está en el mundo y no propician la inventiva, la creatividad, la contraintuición, la palabra. El referente para la solución de los problemas es el libro de texto y la docencia se vive como si se prohibiera ir más allá. Las posibilidades de avanzar en otra actitud pedagógica son escasas cuando la referencia es sacramental. Las inquietudes de los educandos se limitan en ese escenario pedagógico y así lo asumen quienes enseñan y también quienes desempeñan funciones de gestión educativa.
En esta práctica de la enseñanza jurídica, sostengo, predomina el razonamiento deductivo a partir de las normas jurídicas y los enunciados de la ciencia del derecho y, en consecuencia, se aleja de la riqueza del contexto del descubrimiento, porque el libro de texto presenta el conocimiento estático, inerte, acabado; es, en el mejor de los casos, la acumulación de los enunciados de los juristas en relación con las normas jurídicas o de las argumentaciones ofrecidas en las sentencias, resoluciones administrativas o iniciativas de ley.
En este ambiente educativo se admite el supuesto de que una de las partes de la relación sabe más que la otra. El primero tiene un modelo, consciente o inconsciente, del profesional del derecho y conforme a ese modelo educa a sus estudiantes para el ejercicio de la profesión; por otra parte, el modelo y su ejecución es avalado por la organización académica. Quienes ingresan no saben lo que les van a enseñar, aun cuando tengan la información de lo que pretende la Institución; no tienen formación jurídica, van en busca de ella. Este es el escenario de la ignorancia y de la sapiencia, en el cual se facilita o promueve el poder.
Cuando en la formación jurídica no se distingue entre contexto de justificación y del descubrimiento y, en consecuencia, no existen restricciones metodológicas o demarcaciones estrictas, aumenta la probabilidad de lograr una educación integral que tienda a una formación profesional más comprometida y de más calidad. Tres son las ventajas iniciales en esta proyección: la participación de quienes estudian a través del habla con sus modalidades y consecuencias, el camino hacia la investigación y la convergencia disciplinaria.
El discurso hablado es idóneo para facilitar la comprensión de los enunciados de los otros y para entrar en interacción con los demás propicia el intercambio de ideas el diálogo y el debate. En esta opción el papel del educador o educadora contribuye a la formación de ciudadanos libres con la responsabilidad de participar en las decisiones públicas, en los acontecimientos de resonancia generalizada, en la solución de problemas sociales sin que esté sujeto a una doctrina, ideología o teoría que se enseña, sino dispuesto a la búsqueda de las mejores opciones.
En el ámbito de la formación jurídica esta apertura orienta a la reflexión, evaluación, producción de juicios sobre el derecho, la ciencia jurídica y situaciones políticas, morales, sociales, económicas, etc., y se aleja el escenario en el cual sólo se recibe el contenido imperativo del derecho y de la dogmática jurídica. La participación de quienes estudian no se limita por los libros de texto y gozan de las facilidades del habla.
Una vez descritos en términos generales los contextos de justificación, del descubrimiento y el pedagógico mis conjeturas sobre el carácter de la formación jurídica son las siguientes: si la educación legal se aproxima al contexto de justificación tiene como consecuencia una formación menos democrática; si la educación no considera diferencias entre contexto de justificación y del descubrimiento la formación es más democrática. He aquí, al menos, dos concepciones de formación jurídica, entre una amplia gama que se presentan y se han presentado en la historia.
3. Mi orientación. A continuación destaco algunos pensamientos de Jacques Derrida y de Hans-George Gadamer referidos a la Universidad sin condición, al profesor, al diálogo y a la censura los cuales pueden orientar, por su presencia o ausencia, aproximación o distanciamiento, en una caracterización de la formación jurídica.
Para explicar el primero, o sea la Universidad sin condición, asumo que la formación profesional ha sido generalmente desarrollada en las organizaciones universitarias y que éstas han sido valoradas como los espacios idóneos para el progreso de la humanidad y de las naciones. Como han cumplido sus objetivos por medio de la docencia, la investigación y la preservación y difusión de la cultura, su responsabilidad consecuente es formar a sus estudiantes en el desarrollo de esas actividades en relación con el ambiente social en el cual se encuentra la humanidad y la nación.
Derrida indica que el derecho primordial de la universidad sin condición consiste en decirlo todo públicamente, aunque sea como ficción y experimentación del saber. “Esto –expresa– distingue a la institución universitaria de otras instituciones fundadas en el derecho o el deber de decirlo todo. Por ejemplo, la confesión religiosa o la “libre asociación” en la situación psicoanalítica”. (2)
A propósito de esta idea plantea la pregunta de si
¿Puede (y, si así es, ¿cómo?) la universidad afirmar una independencia incondicional, reivindicar una especie de soberanía, una especie muy original, una especie excepcional de soberanía, sin correr el riesgo de…rendirse y capitular sin condición, que permitir que se le tome o se la venda a cualquier precio? (3)
Alude a la desconstrucción de las Universidades y afirma:
Por lo menos desde este punto de vista, la desconstrucción tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las humanidades como lugar de resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de principio de desobediencia civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia de pensamiento. (4)
Según el autor de referencia la libertad, el derecho a decirlo todo y la resistencia para defender los dos primeros aspectos de la Universidad sin condición son los motivos que orientan la formación universitaria, y deben ser defendidas no sólo con la palabra sino en el trabajo y a través de actos. (5)
En el proceso de formación en las universidades se encuentra la figura del profesor y Derrida pregunta acerca del significado de la palabra profesar, asociada desde luego a la de profesor. Después de algunas precisiones etimológicas sostiene que “profesar es dar una prueba que compromete nuestra responsabilidad, declarar abiertamente, declarar públicamente.”… “Se trata, en el sentido fuerte de la palabra, de un compromiso..” (6), y plantea otra pregunta: ¿Qué se hace cuando se ejerce la profesión de profesor? Por lo pronto una de sus respuestas es que se realiza un acto performativo y libre. A continuación destaca: “los enunciados constatativos y los discursos de puro saber, en la universidad o en cualquier otro lugar, no responden, en cuanto tales, a la profesión en sentido estricto…” (7)
A fin de integrar la idea de Derrida respecto de profesar y profesor transcribo el siguiente párrafo:
La idea de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una responsabilidad juramentada, una fe jurada que obliga al sujeto a rendir cuentas ante una instancia que está por definir. (8)
Por mi parte resalto que no es tan importante conocer qué sabes, qué has aprendido, sino a qué estás comprometido teórica y prácticamente, es decir en este pensamiento se valora la congruencia en quien tiene el rol de profesar en relación con el otro.
A los dos referentes aludidos hasta aquí, la Universidad sin condición y el profesor, se vincula la interacción por medio del habla entre quienes participan en el proceso educativo. Gadamer sostiene en su artículo “La incapacidad para el diálogo” la importancia de la conversación y el diálogo como desarrollos del lenguaje. En dos párrafos muestra el por qué de estas afirmaciones:
Cuando se encuentran dos personas y cambian impresiones, hay en cierto modo dos mundos, dos visiones del mundo y dos forjadores de mundo que se confrontan”. (9) “…la conversación con el otro, sus objeciones o su aprobación, su comprensión y también sus malentendidos son una especie de ampliación de nuestra individualidad y una piedra de toque del posible acuerdo al que la razón nos invita. (10)
Con apoyo en esas premisas indica que la resistencia al diálogo y la preferencia del monólogo son dos actitudes que obstaculizan encontrar algo nuevo. En el espacio pedagógico advierte en el “enseñante una especial dificultad para mantener el diálogo”, porque cree que tiene la obligación y el derecho de hablar para comunicar su doctrina a los oyentes que no preguntan ni se oponen. (11) Así, la “incapacidad para el diálogo” es el diagnóstico sobre alguien que no se presta o no logra entrar en esa interacción, pero en todo caso la incapacidad del otro es a la vez incapacidad de uno mismo. Una situación ordinaria es no oír u oír mal, la cual se produce por un motivo que reside en uno, y lapidariamente afirma: “sólo no oye, o en su caso oye mal, aquel que permanentemente se escucha a sí mismo”. (12)
En la conferencia de Gadamer “La educación es educarse”, dentro del ciclo sobre el tema “La educación en crisis –una oportunidad para el futuro–“, pronunciada el 19 de mayo de 1999 –él tenía 99 años- insiste en su idea de formación. Quien ha de formarse, afirma, es cada uno de nosotros y con nuestros propios esfuerzos; con mucho ímpetu defiende la tesis manifestada en el nombre de la conferencia: la educación es educarse y la formación es formarse. Un vehículo para ello –insiste– es la conversación. (13)
Cuando trata el aprendizaje del habla señala la exigencia de recordar la enseñanza inicial de cada persona y de no olvidar que nos educamos a nosotros mismos, que en este educar-se han de enfrentar los desafíos con todo su esfuerzo y que al educador sólo le corresponde una modesta colaboración. Concluye esta conferencia con una pregunta: ¿Quién ha aprendido realmente si no ha aprendido de sus propios errores? (14) La comprensión del otro en el sentido de entenderlo desde los puntos de vista de ese otro, es un desafío constante en la formación y va más allá, sustenta el mismo Gadamer, del sólo cultivo de capacidades previas. (15) Los valores que subyacen en sus ideas son la solidaridad, la amistad y el reconocimiento.
La libertad de la Universidad, la función del profesor y el diálogo referidos hasta este momento como orientaciones en la formación en general y aplicables a la formación jurídica están amenazados permanentemente por la censura. Por esta razón me parece necesario abordar este otro referente. En uno de sus pequeños grandes libros “Cátedra vacante: censura, maestría y magistralidad.” Derrida aborda el tema de la censura a partir dela definición proporcionada por Kant en términos de “crítica que dispone de la fuerza” cuya función pragmática es limitar el pensamiento escrito o hablado, y si bien tiende a silenciar al otro no necesariamente le impone silencio, pues basta clausurar, por la fuerza, campos de interacción a través de cualquier medio. (16)
Un complemento positivo a la crítica de la censura es la existencia de espacios en donde el discurso emana libremente sin la pretensión de ser el portador de la verdad o de la justicia; esta posibilidad se apoya en la afirmación kantiana de que
No se puede aprender la filosofía, no se puede aprender más que a filosofar. (17)
El énfasis de esta idea apunta al desarrollo de una actividad: filosofar; no a la recepción del conocimiento: aprender filosofía.
De acuerdo con la actividad de Derrida presento algunas preguntas para, de acuerdo con las respuestas, conocer la actitud predominante en la educación legal. Las preguntas serían del siguiente tipo: si la censura es una práctica en la educación legal de parte de quienes tienen el papel protagónico: los docentes; si éstos se erigen como autoridad que dispone de fuerza y despliega diferentes formas de comportamiento ante o en contra de quienes son estudiantes; si utilizan la amenaza, la imposición arbitraria de dispositivos, la exigencia de obedecer acríticamente; si la norma básica para el estudiante es: tu debes; si prevalece el ejercicio del poder en quien tiene el rol de docente en ese espacio que les facilita la Institución; si tienden a imponer el silencio de quien estudia y si se desarrollan otras actividades similares a las mencionadas.
Si las respuestas son afirmativas, entonces en este ambiente decrece la libre manifestación de las ideas de un grupo amplio de integrantes de la comunidad universitaria y social, porque la conversación, el diálogo y el debate se limitan hasta casi desaparecer; y no se presenta la hipótesis de una situación ideal de habla para la búsqueda de pretensiones de validez como pueden ser la verdad y la justicia. (18)
Como una consecuencia normal, en este escenario de respuestas, se tiende a la formación autocrática: quien enseña tiene el poder del conocimiento y las capacidades asociadas para lograr su objetivo: enseñar: se enseña el conocimiento que posee el docente a quien debe aprenderlo. A ese objetivo fundamental se le protege, se le blinda, con una serie de dispositivos que aseguran el objetivo: lograr el aprendizaje en el estudiante, aunque se lleve el riesgo de caer en un proceso de reducción, inferiorización, temor, humillación, abyección que tiende a callar a quienes estudian, a quienes desean una profesión. (19)
Si las respuestas son negativas, entonces la formación jurídica está ubicada más bien en el horizonte de aprender a filosofar y no de aprender filosofía; es decir, no el aprendizaje del derecho, ni de la ciencia jurídica, sí a la reflexión, valoración, ponderación, a la libertad en el ámbito jurídico. Quizá el concepto más apropiado para dar cuenta de esta posibilidad es el de la virtud intelectual llamada sabiduría práctica o buen juicio para comprender los problemas y respetar a las personas, así como procurar las soluciones más allá de la mera legalidad, de la legalidad formal que todo lo admite, hasta las paradojas.
Para iniciar la fase de terminar mi exposición planteo varios dilemas entre: monólogo o diálogo, libro de texto o búsqueda de las lecturas pertinentes, censura o libertad de expresión, escritura o habla, institución sometida o universidad sin condición, aprender filosofía o aprender a filosofar, formulación de enunciados constatativos o de enunciados performativos, educar o educarse, enseñar o formarse, leer o debatir, cátedra o discusión, lección en el espacio cerrado de dos actores o inclusión de más actores en la educación, conformismo o resistencia, convergencia o divergencia, docente o profesor.
Las dos clases de formación jurídica aludidas en esta participación, una que se basa en el libro de texto y otra en la interacción por medio del habla, son susceptibles de ser evaluadas en función de los referentes mencionados a fin de conocer sus aproximaciones a una formación jurídica democrática o autocrática.
En la formación democrática se atribuye más importancia a la participación libre, al diálogo, al debate a la libre discusión de las ideas. El objetivo es que el estudiante tenga la posibilidad de ir formándose para responder de manera idónea en las situaciones o problemas de su vida. En el mundo no se trata de que el otro me enseñe como hacerlo; las situaciones de vida exigen algo más que este tipo de saber.
Al final de esta ponencia declaro mi compromiso con una formación jurídica democrática y todas sus implicaciones, en tanto abre las posibilidades de lograr un compromiso, propicia el surgimiento de la responsabilidad en la solución de problemas sociales, facilita la investigación y fomenta la participación de otros actores que pueden contribuir en la formación democrática. Así, cada cual se forma en el ejercicio de su libertad y responsabilidad. Una formación jurídica de esta clase es posible en la universidad sin condición, sólo si hay compromiso de quienes profesan, se privilegia el diálogo, se aleja la censura y se prefiere aprender a filosofar y no aprender la filosofía.
De los dilemas planteados escojo los segundos términos de las opciones porque orientan hacia una educación democrática.
Notas
1.Cfr. para las ideas sobre el contexto pedagógico, con especial referencia al libro de texto, Kuhn, Thomas, S., La estructura de las revoluciones científicas, traducción de Agustín Contín, Fondo de Cultura Económica, México, 1975. Para el contexto de justificación y del descubrimiento, mismo autor en “Objetividad, juicios de valor y elección de teoría” en La tensión esencial. Estudios selectos sobre la tradición y el cambio en el ámbito de la ciencia, traducción de Roberto Helier, Conacyt y Fondo de Cultura Económica, México, 1982.
2. Derrida, Jacques, Universidad sin condición, traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2002, pp. 14 –15.
3. Derrida, Jacques, op.cit., p. 17.
4. Ibidem, p. 19.
5. Ibidem, p. 43.
6. Ibidem, p. 33.
7. Ibidem, pp. 32-33.
8. Ibidem, p. 48. La interpretación de Derrida de la Arquitectónica de la razón pura en Kant es útil para distinguir entre profesor y docente. El docente es un sujeto competente y funcionario dentro de una institución que dispersa una doctrina; es un Dozent, alguien que enseña a unos discípulos y cuya cualificación está legitimada por el Estado. Tiene un estatuto. Así es quien enseña con un proceder dogmático; el profesor despliega un comportamiento crítico. “Al menos, según Kant, se puede mantener toda la vida una relación histórica, es decir, escolar, con la filosofía, que no es entonces más que una historia de la filosofía o una doxografía filosófica”. 107 Cfr. op. cit., en nota 16 en las páginas 100-110.
9. Gadamer, Hans-Georg, “La incapacidad para el diálogo” en Verdad y método, traducción de Manuel Olasagastim Ediciones Sígueme, S. A., Salamanca, España, 1992, p. 205. El mismo autor defiende en “Hombre y lenguaje” el habla como la única forma de producir avances en distintos aspectos de la vida y en “La diversidad de las lenguas” orienta a pensar el lenguaje como una búsqueda de lo común “y no como una comunicación de hechos y estados de cosas a nuestra disposición” 119 Además sostiene: “Todos hemos de aprender que el otro representa una terminación primaria de los límites de nuestro amor propio y de nuestro egocentrismo”, y recomienda abandonar “el aferrarnos obstinadamente a todos los sistemas de reglas con las que diferenciar entre lo correcto y lo falso”. 124
10. Gadamer, Hans-Georg, “La incapacidad para el diálogo”, op. cit., p. 206.
11. Gadamer, Hans-Georg, op. cit., pp. 205.206.
12. Op. cit. p. 209. La cita completa es la siguiente: “El no oír y el oír mal se producen por un motivo que reside en uno mismo. Sólo no oye, o en su caso oye mal, aquel que permanentemente se escucha a sí mismo, aquel cuyo oído está, por así decirlo, tan lleno del aliento que constantemente se infunde a sí mismo al seguir sus impulsos e intereses, que no es capaz de oír al otro. Esto es en mayor o menor grado, y lo subrayo, el rasgo esencial de todos nosotros. El hacerse capaz de entrar en diálogo a pesar de todo es, a mi juicio, la verdadera humanidad del hombre”.
13. Gadamer, Hans-Georg, La educación es educarse, traducción de Francesc Pereña Blasi, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Paidós Asterisco, Barcelona-Buenos Aires, 2000, pp. 10 y siguientes.
14. Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método, traducción de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Ediciones Sígueme, S. A., Salamanca, España, 1993, p. 40.
15. Gadamer, Hans-George, op. cit., p. 48.
16. Derrida, Jacques, “Cátedra vacante: censura, maestría y magistralidad” en El lenguaje y las instituciones filosóficas, traducción del Grupo Decontra, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Barcelona, 1995. pp. 89-90. Puede pensarse que en los regímenes totalitarios es normal la censura, pero afirma Derrida: “en las sociedades industriales con régimen supuestamente liberal y democrático, si l censura estatal es muy reducida (no digo nula) para el conjunto del sistema, en cambio, los mecanismos de la prohibición, de la represión, de la inhibición sin censura (strictu sensu), de la marginación o de la descalificación, de la deslegitimación de ciertos discursos, de ciertas prácticas, de ciertos “poemas”, son de una multiplicidad, de un refinamiento y de una sobredeterminación crecientes”. p. 95
17. Derrida, Jacques, “Cátedra vacante: censura, maestría y magistralidad”, op. cit., p. 100. Derrida parte de una referencia a Kant en la Crítica de la razón pura, en la parte relativa a METODOLOGÍA TRASCENDENTAL, en especial a Arquitectónica de la razón pura. Cfr. Crítica de la razón pura, traducción de José Rovira Armengol, Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1960. Derrida afirma, en relación con la definición de censura de Kant que “…la censura usa, ciertamente la fuerza, y contra un discurso, pero siempre en nombre de otro discurso, según ciertos procedimientos legales que suponen un derecho y unas instituciones, unos expertos, una competencia, unos actos públicos, un gobierno y una razón de Estado”. 94
18. Habermas, Jürgen, “Teorías de la verdad” en Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Red Editorial Iberoamericana México, S. A., de C. V. (REI-MEXICO), México, 1993, pp. 150-158.
19. Cfr. Lyotard, Jean Francois, “Los derechos de los otros” en De los derechos humanos. Las Conferencias Oxford Amnesty de 1993, edición de Stephen Shute y Susan Hurley, traducción de Hernando Valencia Villa, Editorial Trotta, S. A., 1998.
MODELOS TEÓRICOS Y ENSEÑANZA DEL DERECHO
Rodolfo Vázquez*
La enseñanza del derecho y el diseño de cualquier currículum universitario es un asunto que merece atención especial. Como sostiene Owen Fiss, profesor de la Universidad de Yale: “La calidad de cualquier institución académica depende en definitiva de la profundidad y diversidad de su cuerpo docente, que es el que da forma al plan de estudios de la facultad y es responsable de los resultados de la enseñanza, del carácter de su biblioteca, y del tipo de estudiantes que son atraídos por la institución.”[1] Consciente de la importancia de este tema y de la necesidad de una reflexión que invite a un debate puntual y crítico sobre el mismo quisiera centrarme, no tanto en el problema de qué se enseña y cómo debería enseñarse alguna materia en particular del currículum jurídico–Constitucional, Administrativo, Civil o Filosofía del Derecho- o algún conjunto de ellas bajo la denominación, por ejemplo, de “Derecho Público” o “Derecho Privado”, sino en analizar la propia enseñanza del Derecho en su conjunto y hacerlo precisamente desde un enfoque filosófico.
Con este propósito voy a intentar responder a tres cuestionamientos básicos: 1. qué concepción del derecho se quiere enseñar; 2. cuál es la metodología adecuada o coherente con tal concepción; y 3. qué objetivos se espera alcanzar en los estudiantes de acuerdo con la concepción y la metodología elegidas.[2] Las respuestas que se han ofrecido a estas tres preguntas han sido de una gran variedad. Me atrevería a decir que ahí (universidad, facultad o centro) donde se ha tomado plena conciencia del qué, el cómo y el para qué del derecho, se ha podido perfilar un “carácter”, una “manera de ser”, que identifica a los mismos profesores y alumnos, y que orienta el rumbo de la institución. La variedad de respuestas conforma, sin lugar a dudas, una pluralidad de identidades jurídicas.
Con la mente puesta en los tres cuestionamientos señalados quiero analizar sucintamente algunas de las “modalidades” o “concepciones” que se han propuesto en la enseñanza del derecho. Comenzaré por una concepción formalista o positivista ortodoxa del derecho, a la que algunos juristas se refieren con la expresión “explicación tradicional del derecho”[3]; en seguida diré algunas palabras sobre lo que hoy día se conoce como concepciones funcionalistas o crítico-realistas; concluiré con la exposición de lo que llamaré concepción argumentativa y democrática del derecho. Estoy consciente de que no son las únicas, aunque sí creo que son las más representativas o, en todo caso, las que he considerado más interesantes para despertar una fecunda discusión académica.
Concepción formalista o positivista ortodoxa
Para esta concepción, en términos de Martín Böhmer: “el derecho es un conjunto de normas generales o particulares emanadas de los órganos creados al efecto, que enseñarlas significa lograr que los alumnos las conozcan, y que esta actividad se encuentra dirigida a formar a quienes trabajen con dichas normas, en cualquiera de las diversas profesiones jurídicas”.[4] En términos de José Ramón Cossío los elementos de esta concepción serían los siguientes:
la consideración puramente normativa del derecho; el estudio exclusivo de las normas generales, particularmente las leyes; la consideración puramente normativa de los órganos del Estado y demás sujetos de actuación dentro de los procesos normativos; la discusión de los temas de estudio mediante las opiniones de los profesores o investigadores del derecho (juristas); […] la ausencia de consideración de los que suelen denominarse las ‘fuentes reales’ del derecho; la falta de historicidad para la identificación o explicación de las normas jurídicas…[5]
Tal concepción representa la versión decimonónica del derecho desarrollada en Francia a través de la Escuela de la Exégesis, en Alemania a través de la Jurisprudencia de Conceptos y en Inglaterra a través de la Jurisprudencia Analítica. Si bien esta concepción se enfrentó a fuertes críticas en lo que Renato Treves ha llamado “la revuelta contra el formalismo”, lo cierto es que su influencia rebasa el marco convencional del siglo XIX para insertarse de lleno en el Siglo XX, hasta los inicios de este nuevo siglo.
En una serie de ensayos escritos a principios de los años sesenta, reunidos posteriormente bajo el título El problema del positivismo jurídico[6], Norberto Bobbio distingue tres puntos de vista desde los cuales debe entenderse tal concepción: como aproximación o enfoque, que en un sentido amplio, podríamos llamar “metodológico”; como “teoría” y como “ideología”. Desde el punto de vista metodológico el positivismo jurídico “asume frente al derecho una actitud a-valorativa u objetiva o éticamente neutral; es decir, que acepta como criterio para distinguir una regla jurídica de una no jurídica la derivación de hechos verificables… y no la mayor o menor correspondencia con cierto sistema de valores”.[7] Este approach “científico” en el estudio del derecho es entendido, entonces, desde una perspectiva descriptivista. Cualquier introducción valorativa vulneraría la pretensión de cientificidad y convertiría a la ciencia jurídica en “política jurídica”, es decir, en un conocimiento de tipo prescriptivo.
Por lo que respecta al positivismo jurídico entendido como “teoría”, Bobbio lo resume en cinco tesis básicas: 1. el derecho es coactivo, es decir, es un sistema de normas que se aplican por la fuerza o cuyo contenido es la reglamentación del uso de la fuerza; 2. la norma jurídica es imperativa, es decir, debe entenderse como mandato; 3. la supremacía de la ley sobre las otras fuentes del derecho y la reducción de estas últimas a fuentes subordinadas o aparentes; 4. el ordenamiento jurídico entendido como un sistema al que se atribuye el carácter de plenitud o ausencia de lagunas y de coherencia o falta de antinomias; y, por último, 5. la consideración de la actividad del jurista o del juez como actividad esencialmente lógica o aplicación mecánica de la norma bajo el criterio de subsunción.[8]
Finalmente, en tanto ideología, el positivismo jurídico asume la creencia en ciertos valores y confiere al derecho que es, por el sólo hecho de existir, un valor positivo. De acuerdo con el mismo Bobbio, un positivista puede argumentar a favor del valor positivo del derecho bien sea, haciendo coincidir el juicio de justicia o injusticia de las leyes con el juicio sobre su validez o invalidez; o bien, mostrando que la sola existencia del derecho, independientemente del valor moral de sus reglas, sirve para la obtención de ciertos fines deseables como el orden, la paz, la certeza, la justicia legal.[9] Con cualquiera de las argumentaciones, lo que se concluye es que la obediencia a las normas jurídicas es un deber moral. Sea por su validez o por la preservación de “valores intrajurídicos”, el derecho debe ser obedecido no sólo por temor a la sanción sino por deber moral.
No es mi propósito criticar ahora esta concepción. No se necesita salir del mismo positivismo jurídico para encontrar las réplicas más finas a la concepción “ortodoxa” que he delineado anteriormente. Basta leer con cuidado al propio Kelsen o adentrarse en esas obras magistrales, que deben formar parte de cualquier curso de filosofía del derecho: Sobre el derecho y la justicia de Alf Ross, El concepto de derecho de Herbert Hart y El concepto de sistema jurídico de Joseph Raz. Lo que me interesa es mostrar cómo de esta concepción general del derecho se desprende un tipo de enseñanza jurídica específica.
Si desde el punto de vista metodológico de lo que se trata es de asumir una posición a-valorativa y descriptivista, la enseñanza del derecho debe corresponder a la misma, es decir, los estudiantes deben conocer y saber explicar el contenido del ordenamiento jurídico y reproducirlo con la mayor claridad posible. Cito a Martín Böhmer:
La discusión crítica y la investigación empírica o normativa no tienen cabida en este esquema. No deben sorprender la carencia de aulas que permitan un diálogo al estilo de los seminarios, la falta de espacios para el debate y la inexistencia de clases y evaluaciones que tiendan a entrenar en la resolución de casos, en el análisis crítico de textos legales, o en la defensa de algún cliente. El diseño del plan de estudios calca el diseño del sistema jurídico: un curso para la Constitución, otro para el código de procedimientos civil, dos para el código penal, y debido a su extensión, varios para el código civil, etc. Las evaluaciones son en general a libro cerrado y con preguntas sobre diversos temas para saber cuánto recuerda el alumno de los textos estudiados o si los ha comprendido.[10]
Como parece natural, si los textos que se utilizan son los códigos, las leyes o los comentarios a las mismas en el marco de la dogmática jurídica, la bibliotecas reflejarán esa literatura, pero difícilmente se encontrarán otro tipo de materiales o, si los hay, su consulta será espúrea.
Por lo que hace al aspecto teórico, la conjunción de algunas de sus tesis va delineando también un tipo especial de jurista. El supuesto teórico que subyace a la idea de la primacía de la ley como fuente del derecho y a la coactividad del derecho es el de una autoridad normativa que surge del consenso mayoritario, que se expresa en el texto constitucional y en las leyes. La estricta separación de poderes garantizaría la independencia y complementariedad de tales instancias de poder. Bajo estos supuestos, los jueces se convierten en meros aplicadores del derecho manteniendo escrupulosamente una actitud de neutralidad. De no hacerlo así, es decir, si los jueces intervinieran en el proceso de aplicación de la ley violentarían el principio de división de poderes asumiendo la posición de legisladores ilegítimos. Esto inhibe la interpretación judicial. Si aceptamos, además, la tesis de una sistematización del ordenamiento jurídico coherente, pleno y cerrado, la docencia se convierte en una especie de espejo de un contenido ya dado y prácticamente inamovible cuyo cuestionamiento es visto con franca sospecha y recelo. Si esta repetición es la que se exige en la enseñanza del derecho, entonces parece claro que no se necesita de docentes profesionales. La tarea universitaria se convertiría más en un hobby que en una actividad que demanda una intensa dedicación. Para los profesores, la enseñanza del derecho sería una tarea subordinada a la principal que es, en general, la de trabajar como abogado o juez.[11] La facultad de derecho no requeriría, en principio, de profesores de tiempo completo sino de profesionales del derecho que dedicaran algún tiempo, normalmente escaso, a la docencia.
Como ideología, la concepción formalista o positivista ortodoxa puede asumir la posición extrema de identificar validez con justicia. La sola existencia de la norma exige no únicamente su obediencia jurídica sino también moral. El estudiante debe habituarse a repetir, sin criticar o cuestionar, el contenido de las normas y a entender que los juicios de orden político o moral deben reservarse al ámbito extra-universitario. El derecho no anuncia ni denuncia, no es un factor de transformación social. El estudiante se va perfilando así con un carácter de tipo conservador. Me refiero, naturalmente, a lo que se ha llamado “positivismo ideológico”, que tantas críticas ha recibido de los propios teóricos del positivismo, pero que es muy frecuente encontrar entre los profesionales del derecho.
En buena medida esta herencia “continental” ha definido y caracterizado a gran parte de nuestras facultades de derecho latinoamericanas y no creo exagerar si digo que constituye nuestro paradigma más relevante.
Concepción crítico-realista
La concepción crítico-realista abarca un conjunto amplio de escuelas y pensadores. Hice alusión a lo que Renato Treves llamó “revuelta contra el formalismo”: Francois Geny en Francia, el juez Holmes en Estados Unidos, la jurisprudencia de intereses. A éstos habría que agregar otros juristas como Jerome Frank y Roscoe Pound, a los representantes de la escuela escandinava, la escuela del derecho libre, el marxismo jurídico y, más recientemente, las llamadas genéricamente escuelas críticas del derecho. En un afán de síntesis centraré mis comentarios sobre una de las corrientes contemporáneas cuyo principal desarrollo se ha dado en los Estados Unidos y que ha sido objeto de debates intensos especialmente a partir del reconocimiento de las minorías: la llamada “Estudios críticos del derecho” o Critical Legal Studies (CLS).
El movimiento de los CLS se desarrolla a partir de una crítica interna de la razón jurídica americana de los años sesenta y setenta. Pese a la variedad de propuestas y de orígenes teóricos diversos, la cohesión de este movimiento opera no tanto en el plano “intelectual-sustantivo” sino en el plano “político” y “socio-cultural”. En lo político, como afirma Juan Antonio Pérez Lledó, “en un sentido o bien muy general de valores y actitudes de ‘izquierdas’ compartidos o bien muy concreto de ‘activismo’ en disputas políticas cotidianas. Y ‘sociocultural’ porque CLS es una red de relaciones entre académicos que generacionalmente […] comparten la herencia de los movimientos sociales de los sesenta…”.[12] Obviando las diferencias históricas y geográficas se podría decir lo mismo de nuestros teóricos-críticos del derecho latinoamericanos.
De acuerdo con el mismo Pérez Lledó, podríamos sintetizar las tesis principales de CLS en las siguientes: 1. énfasis en la dimensión histórica y social del derecho entendiendo a este último con una autonomía relativa; 2. defensa de la interdisciplinariedad frente a la exclusividad de la dogmática jurídica; 3. acento en la dimensión política del derecho y del discurso jurídico contra su supuesta neutralidad valorativa; 4. aceptación de la indeterminación del derecho (lagunas y contradicciones formales e incoherencias sustantivas) y subjetividad del razonamiento jurídico reforzada con la crítica postmoderna; 5. carácter ideológico del derecho y la necesidad, como sostiene uno de los representantes más destacado de los CLS, Duncan Kennedy, de “poner al descubierto el sentido político de la práctica cotidiana de los jueces y de los juristas, que construyen el Derecho mientras se ven a sí mismos como un instrumento del mismo”[13]; y 6. ambivalencia hacia el derecho al que se le critica como factor de conservación del statu quo y, al mismo tiempo, se le aprecia como instrumento de transformación.[14]
A partir de esta concepción general del derecho se pueden delinear con relativa facilidad el tipo de enseñanza defendida y promovida por los CLS. Por lo pronto, debe asumirse que las facultades de Derecho son lugares de gran intensidad política: reproducen y están al servicio de una serie de “jerarquías ilegítimas” que se revelan en la misma profesión jurídica y en la sociedad.
Las facultades de Derecho –pensemos sobre todo en aquéllas que en Estados Unidos son catalogadas en los niveles superiores- son vistas como auténticas fábricas de abogados corporativos, suministrando la mano de obra inexperta y dócil que requieren los grandes despachos de abogados. Poco a poco, a lo largo de su formación profesional, se va “incapacitando” al estudiante para el conocimiento de otras áreas -política, historia, filosofía- y para el ejercicio de prácticas alternativas, denigrando o menospreciando esas áreas o prácticas alternativas, o bien, ofreciendo un “mensaje emocional” al tenor de la siguiente afirmación de Kennedy:
La Facultad de Derecho, como extensión del sistema educativo global, enseña a sus estudiantes que ellos son débiles, perezosos, incompetentes e inseguros […], y que, si tienen suerte y están dispuestos a aceptar la dependencia, grandes instituciones les tomarán a su cuidado pase lo que pase.[15]
Pero además de preparar a sus estudiantes hacia la práctica del Derecho corporativo, las Facultades de Derecho los preparan para insertarlos en la estructura fuertemente jerarquizada de la profesión jurídica. Ésta comienza por la misma jerarquización de los despachos jurídicos, entre sí y hacia el interior de los mismos, y continúa con la jerarquización en el sistema judicial, entre abogados y clientes y en la propia estructura social, donde el abogado tiene garantizado un lugar en la élite social. La enseñanza del Derecho reproduce y sirve a estas jerarquías. Los mecanismos de jerarquización son diversos pero se podría pensar, por ejemplo, en el criterio de los recursos materiales y la cualificación de los profesores: las facultades más ricas tienden a tener los mejores profesores, y los mejores estudiantes con recursos van a ese tipo de facultades; por el contrario, las facultades más pobres tienen peores profesores y peores estudiantes.
Esta denuncia de las jerarquías ilegítimas y el compromiso de los CLS con la acción política concreta en sus centros de trabajo explica, en buena medida, su especial interés por la enseñanza del Derecho. Ésta no es una actividad secundaria o subordinada sino más bien constitutiva de su propia concepción del Derecho. Si, como propone Pérez Lledó, un profesor de los CLS se preguntara: “qué puedo hacer yo, que resulta que soy un profesor de Derecho de izquierdas, a favor de mis ideales y actitudes político-morales igualitaristas, solidarias, progresistas, etc? La respuesta sería: Actúa en el mundo. Tu mundo es la facultad de Derecho. Allí puedes escribir toda la teoría que quieras, pero no te quedes en un mero ejercicio académico más o menos elegante. Organiza además a tu gente para actuar juntos no sólo dentro sino también fuera del despacho, en las aulas, en las juntas de facultad, en la biblioteca y hasta en el bar.”[16]
Por supuesto, el currículum es objeto de denuncia y debe modificarse. Detrás de todo “currículum formal” hay un “currículum oculto”. Éste se construye, más o menos implícitamente, a partir de una jerarquía entre cursos más y menos importantes, y más y menos jurídicos, que transmite un mensaje que hay que saber leer: “El núcleo duro de asignaturas obligatorias, como hace notar Pérez Lledó, aparece como algo claro, coherente, racional, preciso, y constituye la parte ‘verdaderamente’ jurídica de la formación de un jurista, limpia de impurezas sociológicas y valorativas o políticas: es el ‘meollo’ técnico y neutral , el armazón que define su identidad como abogado. […] La localización de otros cursos en la periferia, pospuesta y desarticulada, transmite el mensaje de que sus contenidos, ni son tan centrales en la definición del jurista, ni son tan rigurosos y coherentes como en el caso anterior.”[17]
Tal estructura curricular, piensan los CLS, oculta a fin de cuentas el divorcio entre el razonamiento jurídico y el razonamiento político-moral. El mensaje oculto podría expresarse con el siguiente enunciado: “Si quieres ser abogado, piensa como abogado” es decir, excluye la dimensión político-moral de tu razonamiento. Si quieres ingresar a la comunidad jurídica tienes que acostumbrarte a un modo distintivo de análisis: técnico, neutral, objetivo, riguroso y autónomo.
Si con lo dicho retomamos la división tripartita que propuso Bobbio para referirse al positivismo formalista y la aplicamos para referirnos, ahora, a las propuestas que sugieren los CLS, nos encontraríamos con lo siguiente. Por lo que hace al nivel teórico, que se manifiesta en la concepción filosófica, social o histórica que se tiene del Derecho, deben reforzarse tales áreas porque es ahí, en esas materias, donde se explicitan los presupuestos político-morales del razonamiento jurídico, facilitando la posibilidad de otras alternativas del universo jurídico. Pero esta propuesta no debe entenderse como excluyente de la dogmática jurídica. Para los CLS la enseñanza de la teoría social, de la filosofía jurídica y de la historia del derecho, por ejemplo, no se debe dar al lado de las otras materias jurídico-positivas sino dentro de las mismas. La teoría del derecho debe hacerse explícita, por ejemplo, en un curso de contratos y la historia del derecho en un curso de derecho constitucional, y así en todas las materias regulares. No deben ser materias separadas sino integradas.
Desde el punto de vista metodológico, el razonamiento jurídico dejaría de concebirse como un razonamiento autónomo ya que incorporaría en su argumentación el nivel teórico, político y social. No se debe renunciar al manejo técnico de las reglas. Por el contrario, hay que explotarlo al máximo porque sólo así, desde dentro, se podrá mostrar la indeterminación jurídica con sus lagunas e incoherencias, y así defender la posibilidad de otras visiones alternativas.
Finalmente, desde el punto de vista ideológico, los CLS demandan un sentido de responsabilidad y compromiso social del jurista, que es parte constitutiva de la propia concepción del derecho. El derecho no reproduce el statu quo sino que es un factor de transformación y de cambio social. Lo que se demanda del juez, en este contexto, no es una aplicación mecánica y pasiva de la ley sino un activismo político que facilite y garantice, precisamente, los medios de transformación social.
Concepción argumentativa y democrática
La concepción argumentativa y democrática de la educación, que quiero hacer extensiva en este último inciso a la enseñanza del derecho, no es nueva en el escenario filosófico; bastaría pensar en los trabajos pioneros de John Dewey y Emile Durkheim[18], por ejemplo. Pero ciertamente es a partir del camino abierto por John Rawls, que pensadores como Amy Gutmann, Carlos Santiago Nino, Manuel Atienza, Martín Böhmer y Juan Antonio Pérez Lledó, por ejemplo, han desarrollado esta concepción con especial referencia a los campos que ahora nos interesan.
Si seguimos con nuestra división tripartita, de acuerdo con la concepción de Bobbio, tenemos que desde el punto de vista metodológico el derecho, en esta tercera concepción, es concebido como argumentación. Como sostiene Manuel Atienza:
Embarcarse en una actividad argumentativa significa aceptar que el problema de que se trata (el problema que hace surgir la argumentación) ha de resolverse mediante razones que se hacen presentes por medio del lenguaje: oral o escrito. Argumentar supone, pues, renunciar al uso de la fuerza física o de la coacción psicológica como medio de resolución de conflictos.[19]
Debemos distinguir tres concepciones sobre la argumentación: formal, material y dialéctica. La primera es característica de la lógica y responde a la pregunta. ¿qué se puede inferir a partir de determinadas premisas?; en la segunda la pregunta fundamental es: ¿en qué se debe creer o qué se debe hacer?, es decir, dar buenas razones a favor o en contra de alguna tesis teórica o práctica; finalmente, desde la concepción dialéctica, la argumentación se ve como una interacción que tiene lugar entre dos o más sujetos e intenta dar respuesta a la pregunta: ¿cómo se puede persuadir a otro u otros de algo?[20]
En el mundo jurídico se suele distinguir entre los llamados casos fáciles, casos difíciles y casos “trágicos”. Casos fáciles son aquellos en los que no hay más que la aplicación pura y simple del derecho; caso difícil es aquel en el que no hay consenso acerca de su resolución en la comunidad de juristas, no se trata de un caso rutinario de aplicación mecánica de la ley y requiere para su solución de un razonamiento basado en principios que apelan a la discrecionalidad del juez; caso trágico es aquel sobre el que no es posible esperar ninguna respuesta correcta, es decir, se presentan como verdaderos dilemas. Mientras que para los casos fáciles es preponderante el uso de la argumentación formal o lógica, para los difíciles y los trágicos, se requiere de la argumentación material y dialéctica o retórica. Aquí lo relevante es el ejercicio de ponderación y, por supuesto, “la utilización de criterios morales dentro de los límites establecidos por el Derecho, los cuales, en los Estados constitucionales, suelen ser muy amplios, pues los principios constitucionales vienen a ser una juridificación de la moral”.[21]
Desde el punto de vista teórico, la concepción argumentativa y democrática parte de una distinción que a partir de la formulación de Ronald Dworkin ha adquirido carta de ciudadanía en el mundo normativo: me refiero a la distinción entre principios y reglas. El derecho se concibe como un conjunto de normas en las que existen reglas, principios en sentido amplio (directrices o normas programáticas) y principios en sentido estricto. Coherente con esta concepción del derecho es posible referirnos hoy día no sólo a la idea de un Estado legislativo de derecho propio de la visión decimonónica del positivismo formal sino a lo que en la línea de pensamiento desarrollada, entre otros, por Luigi Ferrajoli, se ha dado en llamar un Estado constitucional de derecho, propio de una visión en la que los principios y los derechos a nivel constitucional juegan un papel preponderante, por ejemplo, en las resoluciones judiciales. En este contexto, apelar a los principios no significa claudicar de una argumentación racional y moral dentro de los límites del derecho, lo que permite distanciar la concepción argumentativa-democrática del indeterminismo y decisionismo de los crítico-realistas.
En un esfuerzo de síntesis –retomo la concepción de Atienza que entiende el derecho como argumentación- la formación del jurista supone, entre otras, las siguientes tesis: la tendencia a una integración entre las diversas esferas de la razón práctica: el derecho, la moral y la política; la idea de que la razón jurídica no es sólo razón instrumental, sino razón práctica (no sólo sobre medios, sino también sobre fines); la actividad del jurista no está guiada –o no está guiada exclusivamente- por el éxito o la utilidad, sino por la idea de corrección, por la pretensión de justicia; la importancia puesta en la necesidad de tratar de justificar racionalmente las decisiones –y, por tanto, en el razonamiento jurídico- como característica esencial de una sociedad democrática; ligado a lo anterior, la convicción de que existen criterios objetivos (como el principio de universalidad o de coherencia o de integridad) que otorgan carácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones; por último, la consideración de que el Derecho no es sólo un instrumento para lograr objetivos sociales, sino que incorpora valores morales y que esos valores no pertenecen simplemente a una determinada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada, lo que lleva también en cierto modo a relativizar la distinción entre moral positiva y moral crítica.[22]
Desde el punto de vista ideológico si por educación se entiende un proceso mediante el cual se preserva, transmite y recrea una cultura común -conocimientos y creencias, ideales y normas, hábitos y destrezas-, tal proceso se justifica desde el modelo argumentativo y democrático cuando se favorece la formación y el ejercicio de la autonomíapersonal; el fortalecimiento de la dignidad humana; y el trato igualitario de los individuos a través de la no discriminación o, en su caso, de la diferenciación en virtud de rasgos distintivos relevantes.
Una educación justificada de acuerdo con tales principios sólo tiene cabida en una sociedad donde la autoridad educacional esté distribuida de manera que permita participar activamente a los ciudadanos tanto en el diseño de las políticas educativas como en los contenidos curriculares. Como afirma Gutmann: “La virtud democrática, para decirlo sencillamente, significa la posibilidad de debatir públicamente los problemas educativos… la habilidad para deliberar y, de esta manera, participar en una consciente reproducción social”.[23] Lo que se requiere es una sociedaddemocrática que asegure la enseñanza de aquellos valores necesarios para la reproducción del proceso democrático mismo, por ejemplo, la responsabilidad, la tolerancia y la solidaridad.
En tal sentido, me parece muy razonable la advertencia de Stephen Macedo en cuanto a que las virtudes cívicas no se adquieren en la edad adulta sino que requieren de todo un proceso educativo que se inicia desde niños:
Desde temprano y a lo largo de sus vidas, los ciudadanos liberales aprenden y aplican normas públicas en su interacción con otros. Los niños aprenden de sus padres y de los juegos infantiles a respetar las reglas y a jugar con justicia. Ellos critican, discuten, escuchan a otros, votan, participan en los debates, cambian de opinión, y ayudan a implementar las reglas en su casa, en la escuela, en sus trabajos, en los juegos, y con sus amigos. De manera gradual aprenden a contener sus impulsos, respetar a otros como iguales, y a dirigir y aplicar sus energías con diligencia. Aprenden a hacer juicios sobre ellos mismos y a adquirir la medida de su individualidad y autonomía. Aprenden algo sobre los procedimientos justos, la imparcialidad, y el respeto hacia aquellos que son diferentes; desarrollan virtudes judiciales, legislativas y ejecutivas. Todo esto sin control político, aunque fuertemente influenciado por nuestras prácticas políticas. Sería un error, entonces, ver la participación en campañas y elecciones como la única o la sola fuente primaria de la virtud pública: la vida privada ha recorrido un largo camino para ayudar a prepararnos en los deberes públicos.[24]
Macedo hace una clasificación de las virtudes liberales a partir de una distinción entre las actividades judicial, legislativa y ejecutiva consideradas en un sentido amplio. A simple vista este criterio puede resultar un tanto artificial pero no lo es si se considera, por una parte, que la actividad judicial requiere de la imparcialidad y, por tanto, del reconocimiento del principio de dignidad de la persona; y, por la otra, que las actividades legislativas y ejecutivas, son otra forma de reconocer el principio de autonomía. Cito, una vez más, a Macedo:
Las virtudes judiciales son aquéllas que permiten a las personas tomar distancia de sus compromisos y proyectos personales y juzgarlos desde un punto de vista impersonal. La imparcialidad es la virtud judicial básica, que implica la capacidad de respetar los derechos de los demás y actuar justamente… Las virtudes legislativas se identifican con las simpatías que se desarrollan a partir del respeto a los derechos de las personas con las cuales tenemos desacuerdos. Estas virtudes incluyen la habilidad de armonizar diferentes ideales en la deliberación personal y la voluntad de comprometer en el diálogo a los que están en desacuerdo… Las virtudes ejecutivas facultan al individuo, después de haber reflexionado y juzgado, a resolver, actuar y perseverar más que ir a la deriva, dudar, y derrumbarse al primer signo de adversidad; a llevar a cabo un acto más que reflexionar sin fin, a ejercitar una independencia de pensamiento más que guiarse por los prejuicios y las presiones para adecuarse a las exigencias conformistas de otros….[25]
Para quien acepte una concepción del derecho como una práctica social moralmente relevante, es decir, que permita la argumentación democrática y la justifique a partir de una concepción robusta de la argumentación desde principios, valores y derechos fundamentales, la enseñanza del derecho debe ser algo distinta a las dos concepciones que he presentado anteriormente: la positivista-formalista o la crítico-realista. Enseñar derecho significa ahora:
entrenar en esa forma particular de deliberar, entendiendo cuestiones básicas de justificación racional, validez moral y balance entre las exigencias de la moral ideal y los límites de la democracia real. Los graduados deberán ser jueces que entiendan los límites que impone la democracia a su trabajo, y que asuman su responsabilidad como custodios de los procedimientos democráticos, de los derechos fundamentales y de la práctica social en la que consiste el derecho, y como abogados deberán asumir su responsabilidad protegiendo la práctica pero acercándola (favoreciendo a su cliente) a la mejor interpretación posible. En fin, los graduados [abogados, jueces, litigantes, académicos del derecho] deberán ser los guardianes de la deliberación democrática y de las reglas que la definen.[26]
Se trataría, entonces, de formar un jurista “política y moralmente bien orientado”. En términos de Juan Antonio Pérez Lledó: “comprometido o activo en una dirección de reforma o transformación social que esté moralmente justificada: que asuma la responsabilidad que supone cada una de las opciones que él toma acerca del uso de la herramienta, y las ponga al servicio de objetivos justificados. Dicho con palabras aún más rimbombantes: que busque activamente la justicia (que vaya ‘tras la justicia’) a través (y dentro de los amplios límites) del Derecho”.[27]
He intentado responder en este texto a los tres cuestionamientos señalados al principio: el qué, el cómo y el para qué del derecho. He presentado tres concepciones que, de una u otra manera, recogen tradiciones diversas: la positivista-formalista, la crítico-realista y la argumentativa-democrática. No ha sido mi propósito criticarlas -aunque resulta inevitable manifestar ciertos sesgos preferenciales- sino, más bien, intentar mostrar la íntima relación que existe entre la concepción del derecho, la forma de enseñarlo y el tipo de egresado al que se dará por resultado.
Las preguntas que quedan pendientes son complicadas y se mueven en ese difícil campo de la política educativa, que supone la elección de alternativas y su impacto en la selección de profesores para integrar la facultad o en la selección de alumnos de acuerdo con el perfil del tipo de egresado que se quiera. No encuentro aquí recetas claras. Con mi sesgo hacia la concepción argumentativa-democrática debo reconocer que la universidad en su conjunto y las facultades de derecho en particular deberían comprometerse más con la finalidad de fortalecer y promover el debate público y democrático –en los salones de clase, entre los profesores y de ambos con las propias autoridades- y abrirse cada vez más hacia posiciones plurales. Cada día estoy más convencido de la necesidad de integrar una planta de profesores plural, si bien con temáticas y proyectos de investigación compartidos, y poner las condiciones necesarias para lograr perfiles diversos de estudiantes. Estoy consciente que se requieren esfuerzos notables, pero también estoy seguro de que no hay mejor antídoto para la intolerancia, para los dogmatismos autoritarios y el eclecticismo paralizante, que el pluralismo crítico y el permanente debate de las ideas.
* Departamento Académico de Derecho, Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).
[1] Owen Fiss, “El derecho según Yale”, en Martín F. Böhmer (comp.), La enseñanza del derecho y el ejercicio de la abogacía, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 28
[2] Tomo estos cuestionamientos de Martín Böhmer, op. cit. Su libro-compilación es de los pocos -claro y propositivo- en lengua castellana dedicado al tema que nos ocupa. Una lúcida aplicación de tales cuestionamientos a la enseñanza del Derecho Constitucional en México puede verse en Miguel Carbonell, La enseñanza del derecho, Porrúa-UNAM, México, 2004.
[3] Véase José Ramón Cossío, Cambio social y cambio jurídico, ITAM-Miguel Ángel Porrúa, México, 2001, pp. 294 ss.
[4] Martín Böhmer, op. cit., p. 15.
[5] José Ramón Cossío, op. cit., p. 294.
[6] Norberto Bobbio, El problema del positivismo jurídico, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1965; reeditado en Fontamara, México, 1991.
[7] Ibid., p. 42.
[8] Véase, Ibid., p. 45
[9] Véase, ibid., p. 47
[10] Martín Böhmer, op. cit., p. 16
[11] Ibid.
[12] Véase Juan A. Pérez Lledó, “Teorías críticas del derecho”, en Ernesto Garzón Valdés y Francisco Laporta (eds), El derecho y la justicia, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Trotta, Madrid, 1996, p. 96.
[13] Duncan Kennedy, “Nota sobre la historia de CLS en los Estados Unidos”, Doxa, No. 11, Universidad de Alicante, España, 1992, p. 284.
[14] Juan A. Pérez Lledó, op. cit., p. 100
[15] Duncan Kennedy, Legal Education and the Reproduction of Hierarchy. A Polemic Against the System, Afar, Cambridge, Mass., 1983.
[16] Juan A. Pérez Lledó, El movimiento Critical Legal Studies, Tecnos, Madrid, 1996, p. 119.
[17] Ibid., p. 124.
[18] Véase Juan Carlos Geneyro, La democracia inquieta, Antrthropos-Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1991.
[19] Manuel Atienza, El sentido del derecho, Ariel, Barcelona, 2001, pp. 257-258.
[20] Véase ibid., pp. 258-260.
[21] Ibid., p. 266.
[22] Véase Manuel Atienza, El derecho como argumentación, Cátedra Ernesto Garzón Valdés, México, ITAM-Escuela Libre de Derecho, UAM-Azcapotzalco, INACIPE, Fontamara, 2004, pp. 124-126
[23] Amy Gutmann, Democratic Education, Princeton University Press, 1987, pp. 11 y 46.
[24] Stephen Macedo, Liberal Virtues, pp. 273-274
[25] Ibid., p.275
[26] Martín Böhmer, op. cit., p. 14
[27] Juan Antonio Pérez Lledó, “Teoría y práctica en la enseñanza del derecho”, en Francisco Laporta (ed.), La enseñanza del derecho, Universidad Autónoma de Madrid y Boletín Oficial del Estado (BOE), Madrid, 2003, p. 213.