Homenaje a José Vasconcelos

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JOSE VASCONCELOS

Sus primeros recuerdos en Sásabe, Sonora

Héctor Rodríguez Espinoza.

            El Dr. Luis Garrido publicó el Ensayo José Vasconcelos, en 19631. ExRector de la UNAM, eminente penalista y brillante escritor, completó una trilogía de Ensayos, pues también lo hizo  sobre Alfonso Reyes y Antonio Caso, tres grandes personalidades intelectuales de México, que alcanzaron  valor universal.

(Horacio Labastida. Homenaje al rector Luis Garrido. miércoles 11 al celebrarse, en la UNAM, el centenario de su natalicio , como uno de sus más ilustres rectores, 1948-53, periodo inaugural de la historia moderna de la Universidad, cuya Ley Orgánica (1944) rompió con las procelosas agitaciones que la estremecieron en los anteriores cuatro lustros. Los censurables hechos que pusieron fin al rectorado de Salvador Subirán provocaron el renacimiento del grandioso espíritu universitario, que con la dirección de Alfonso Caso forjó el nuevo mandamiento.

Antes de su toma de posesión, Luis Garrido estaba plenamente consciente de la enorme responsabilidad implicada en la elección que lo llevó a la Rectoría. Primero como consejero y luego como director de Difusión Cultural, tuve la oportunidad de charlar amplia y abiertamente con el maestro Garrido y sus ilustres colaboradores Agustín Yáñez, Raúl Carrancá y Trujillo y Nabor Carrillo.

Reunidos los cuatro una bella mañana de abril (1952), en las oficinas de Justo Sierra, hice la pregunta que provocó la inolvidable respuesta: “Yo siento – aseveró de inmediato el maestro Garrido – que el deber supremo de la Universidad es cultivar y comprometer el talento del pueblo con la verdad y con la moral. Una ciencia sin moral da lugar a la opresión o esclavización del hombre; una moral sin ciencia puede caer en el dogmatismo. En la Universidad se debe lograr que la ciencia nos salve y no nos destruya; hay que unirla con el bien, a fin de que el saber se convierta en sabiduría, es decir, en camino de libertad y justicia”.

Yo escuché estas palabras con verdadero goce, mientras Nabor, Yáñez y Carrancá se levantaron de sus asientos y le ofrecieron un caluroso abrazo, al que se sumaría, así lo recuerdo, Raúl Cardiel Reyes, quien inesperadamente entró al sitio de la conversación para informar sobre algún asunto y escuchó con alegría las frases del Rector. Una universidad que investiga la verdad comprometida con el bien es, sin duda, una universidad salvadora del pueblo. Esta fue la filosofía reafirmada el pasado miércoles durante el homenaje a Luis Garrido, en el que participó la comunidad universitaria al lado del rector Francisco Barnés de Castro y los ex rectores Pablo González Casanova, Guillermo Soberón, Octavio Rivero, José Sarukán; los directores Cristina Puga, de Ciencias Políticas, y Felipe Leal Fernández, de Arquitectura, quienes aplaudieron la entrega de la medalla conmemorativa que se hizo a la familia del maestro homenajeado, representada por el distinguido doctor Luis Javier Garrido, cuyas profundas palabras quedaron bien gravadas en la conciencia universitaria.

¿Acaso ese solemne homenaje al ilustre mexicano Luis Garrido no es para el México moderno un profundo motivo de confianza en el futuro?)

            En la monografía que dedicó al insigne filósofo, literato y político oaxaqueño, se conserva y se acrecienta, en prosa elegante y precisa, un análisis certero de la obra y figura del personaje conocido como el Maestro de América.

            Nos ofrece, en una bien estudiada síntesis, los aspectos medulares de la producción multifacética de Vasconcelos e incita a leerla. Quienes ya la conozcan, hallan en él motivos de recordación y de comparación de sus propios juicios con los de Luis Garrido y entablarán, así, un diálogo lleno de sugerencias y de apasionado interés. De la presentación que nos regala Luis Garrido, tomo las referencias siguientes:

  En la vida de los hombres importantes, hay un momento en que experimentan el deseo de explicar a sus contemporáneos la historia de su carrera, y la forma y términos que el destino les hizo intervenir en acontecimientos fundamentales. Pero también hay quienes, sin ser sujetos representativos, confían a un Diario todas sus virtudes, luchas, ambiciones, amores. A veces dichas páginas adquieren notoriedad, por los estados sicológicos que revelan, por las descripciones de una época o porque el hado sacó del anónimo a sus autores, haciéndolos protagonistas de grandes sucesos políticos o sociales.

            Discurre que este tipo de trabajos suelen desarrollarse en dos aspectos: narrando, únicamente, los hechos destacados en que se ha tomado parte, y dejando en la penumbra el alma y modo de ser íntimo del individuo que escribe, como las Memorias de Churchill, documento de  importancia histórica; o refiriendo, además, lo que concierne a sus recuerdos personales. Las Confesiones de Rousseau participan de tal carácter, pero con el propósito de entregarse a sus semejantes para que lo juzguen, no sin admitir que: “Si no valgo más, soy al menos, distinto de todos”. Otro ginebrino, Amiel, dejó diez y seis mil páginas sobre su existencia vulgar e insignificante, para que las generaciones postreras sepan de las miserias de un espécimen de valor general.

            Vasconcelos, al terminar su campaña presidencial y expatriarse, decide escribir sus Memorias, en las cuales nos habla no solo de sus gestas políticas, sino de todas las vicisitudes de su vida. Cuando comenzaron a publicarse se leían con ansiedad. Refiere todas sus cuitas, sin callar los más extremados juicios sobre familiares, amigos y hombres de gobierno, por lo que tienen un valor incomparable, pues enseñan el mundo con sus hermosuras y sus luchas, amen del interior de un alma que sufrió la influencia del encanto femenino. Una serie de bellas mujeres, lo subyugan: Adriana, Charito, Valeria y sin reticencias, expone sus pecados eróticos, sus ensueños y la evolución de su vida, que comienza un día de 1882, en la venerable Ciudad de Oaxaca, la de las piedras color de jade, donde hizo sus estudios elementales. El Profesor Agustín Basave sostiene, con gran sagacidad: “La niñez de Vasconcelos es clave de muchas peculiaridades del hombre”, señalando la influencia de su madre que le “inculcó la religión católica y le enseñó a rezar”.

            Vasconcelos bautiza el primer tomo con el nombre de Ulises Criollo, porque: “Un destino cometa, que de pronto refulge, luego se apaga en largos trechos de sombra, y el ambiente turbio del México actual, justifica la analogía con la clásica Odisea. Por otra parte, el calificativo criollo, lo elegí como símbolo del ideal vencido en nuestra patria”. Entre sus primeros recuerdos menciona sus años tempranos en la Aduana de Sásabe, Sonora, donde su padre era Comandante del Resguardo.

            Desde entonces le toma afición a los viajes. Años más tarde, se radica en la Capital y estudia en la Escuela de Jurisprudencia. Fue compañero de Alfonso Reyes, Antonio Caso e Isidro Fabela, y junto con otros distinguidos intelectuales fundaron el célebre Ateneo de la Juventud, del cual llegó a ser Presidente. Trabajó en Durango como Agente del Ministerio Público, afiliándose al antirreeleccionismo. Cuando se preparaba la Revolución le sirvió como Agente Confidencial de Washington.

            Al triunfo del movimiento en 1911, ejerció su profesión de abogado y a la muerte del Presidente Madero volvió a la política. Estuvo con el Gobierno de la Convención y a partir de ese momento sus andanzas lo llevaron al destierro, pero también a importantes cargos. Fue Rector de la Universidad Nacional y Secretario de Educación Pública, puestos en los que desarrolló una obra magnífica y perdurable. Al divorciarse de los Gobiernos de Obregón y Calles, volvió al extranjero y,  como Ulises, vagó por lejanos puertos y ciudades. Elegido por la oposición para candidato a la Presidencia de la República, hizo estremecer su territorio con sus prédicas democráticas. Pero vencido por las fuerzas tradicionales, emigró a Europa nuevamente, para regresar al cabo de varios años, a vivir en paz y continuar su actividad periodística y filosófica. Librado ya de la obsesión amorosa, su espíritu se vivifica en “el soplo de la gracia de Aquel que prometió la Resurrección”.

            Todos estos sucesos constituyen un vasto panorama, que desarrolla –  aparte de su libro inicial de recuerdos -, en La Tormenta, El Desastre, El Proconsulado y La Flama. Existencia tan agitada, que el destino siembra de numerosos acontecimientos políticos, amorosos, educativos y artísticos, era un incentivo poderoso para miles de lectores. Las primeras ediciones despiertan admiración, pero al ser expurgadas sus Memorias en los últimos años de su vida, cuando lo domina el amor divino, su biografía o su Curriculum Vitae como él decía, pierde ese picante que atraía la curiosidad frívola. Pero para el conocimiento cabal del hombre hay que ir al texto original donde están sus secretos, los aspectos más íntimos de su personalidad, ya que en el estado actual de los estudios sicológicos, no es posible apreciar el verdadero sentido de una vida, sin examinar junto con el lado favorable, las miserias que todo ser humano lleva consigo.

            Las páginas autobiográficas de Vasconcelos son de una gran fuerza literaria y emotiva. Hombre de jerarquía superior, sus evocaciones y aventuras apasionan, por el ímpetu con que pinta todo lo que ha visto y sentido. Desde que comenzó a escribir, se muestra como un esteta apasionado. Sus descripciones de Florencia y de su arte son admirables. En el cuadro seductor de la ciudad del trébol rojo, una amiga contribuye a que se sienta fascinado, pero rompe el sortilegio sublime y se refugia en Asís: “Sitio de elección, con algo de la poesía de Belén expresa y, sin duda, una de las ventanas que la tierra suele abrir hacia el cielo”.

            En Vasconcelos nada es fugitivo. Todo deja huella en su espíritu, particularmente sus amores y sus rencores políticos. Fustiga sin piedad a sus enemigos, y habla en forma cruda de los problemas nacionales.

            Para este Artículo, de Ulises Criollo2  he seleccionado los primeros renglones que se inician, casualmente, con sus tempranos recuerdos de Sásabe, Sonora, que – a pesar de ser irónicamente ignorados por los sonorenses -, han sido consideradas como una de las páginas más hermosas de la literatura hispanoamericana:

“El comienzo

              Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura, invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.

              En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. Visión de llanuras elementales, casas blancas, humildes; las estampas de un libro; y así se van integrando las piezas de la estructura en que lentamente plasmamos. Brota el relato de los labios maternos, y apenas nos interesa y más bien nos atemoriza descubrir algo más que la dichosa convivencia hogareña. Por circunstancias especiales, el relato solía tomar aspectos temerosos. La vida no era estarse tranquilos al lado de la madre benéfica. Podía ocurrir que los niños se perdiesen pasando a manos de gentes crueles. Una de las estampas de la Historia Sagrada representaba al pequeño Moises abandonado en su cesta de mimbre entre las cañas de la Vega del Nilo. Asomaba una esclava atraída por el lloro para entregarlo a la hija del Faraón. Insistía mi madre en la aventura del niño extraviado, porque vivíamos en el Sásabe, menos que una aldea, un puerto en el desierto de Sonora, en los límites con Arizona. Estábamos en el año 85, quizá 86, del pasado siglo. El gobierno mexicano mandaba sus empleados, sus agencias, al encuentro de las avanzadas, los outposts del yankee. Pero, en torno, la región vastísima de arenas y serranías seguía dominada por los apaches, enemigo común de las dos castas blancas dominadoras: la hispánica y la anglosajona. Al consumar sus asaltos, los salvajes mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes. Si llegan a venir – aleccionaba mi madre -, no te preocupes: a nosostros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte.

              En vano trato de representarme cómo era el pueblo del Sásabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio, la memoria emocional me revive fácilmente. La emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. Mirándola en perspectiva, se combaba casi como rival del cielo. Anegados de inmensidad nos acogíamos al punto firme de unas cuantas casas blanqueadas. En los interiores desmantelados habitaban familias de pequeños funcionarios. La aduana, más grande que las otras casas, tenía un torreón. Una senda sobre el arenal hacía veces de calle y de camino. Algunos mezquites indicaban el rumbo de la única noria de la comarca. Perdido todo, inmergido en la luz de los días y en la sombra rutilante de los cielos nocturnos. De noche, de día, el silencio y la soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso.

              Una noche se me quedó grabada para siempre. En torno al umbral de la puerta familiar disfrutábamos la dulce compañía de los que se aman. Discurría la Luna en un cielo tranquilo; se apagaban en el vasto silencio las voces. A poca distancia, los vecinos, sentados también frente a las puertas, conversaban, callaban. Por el extremo de la derecha los mezquites se confundían con sus sombras. Acariciada por la luz, se plateaba la lejanía, y de pronto clamó una voz: – Ví la lumbre de un cigarro y unas sombras por la noria. . .  . Se alzaron todos de sus asientos, cundió la alarma y de boca en boca el grito aterido: Los indios. . . .; allí vienen los indios. . .  .

              Rápidamente nos encerramos dentro de la casa. Unos celadores, después de ayudar al refuerzo de la puerta con trancas, subieron con mi padre a la azotea, llevando cada uno rifle y canana. Cundió el estrépito de otras puertas que se cerraban en el villorrio entero y empezaron a tronar los disparos; primero, intermitentes; después, enconados, como de quien ha hallado el blanco. Mientras arriba silbaban las balas, en nuestra alcoba se encendieron velas frente a una imagen de la Virgen. Aparte ardía un cirio de la Perpetua, reliquia de mi abuela. De hinojos, niños y mujeres rezábamos. Después del Padrenuestro, las Avemarías. En seguida, y dada la gravedad del instante, la plegaria del peligro: La Magnífica, como decían en casa. El Magnificat latino, que, castellanizado, clamaba: Glorifica mi alma Señor, y se regocija mi espíritu en Dios mi Salvador. . . Cuyo nombre es Santo. . . y su misericordia, por los siglos de los siglos, protege a quien lo teme. . .

              No fue largo el tiroteo; pronto bajó mi padre con sus hombres. Son contrabandistas, afirmaron, y van ya de huída; ensillaremos para ir a perseguirlos. Se dirigieron a la Aduana para pertrecharse, y a poco pasó frente a la casa el tropel, a la cabeza mi padre en su oficio de Comandante del Resguardo. Regresó de madrugada, triunfante. En su fuga, los contrabandistas habían soltado varios bultos de mercancías.

              Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos trechos, mi panorama del Sásabe se corta a menudo; bórranse días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Sobre el suelo reseco, papeles arrugados, latas vacías, botellas, restos de comida. Los comensales, dispersos o en grupos, contemplan el tiro al blanco. Mi padre alza la barba negra, robusta; lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas.

              Gira el rollo deteriorado de las células de mi memoria; pasan zonas ya invisibles, y, de pronto, una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomo de Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión. – Si vienen los apaches y te llevan consigo, tu nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios Todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el Sur, llega hasta México, pregunta allí por tu abuelo, se llama Esteban. . . Sí, Esteban Calderón, de Oaxaca; en México le conocen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapastes cuando nos mataron a nosotros. . . Ahora bien: si no puedes escapar o pasan los años y prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no olvides que hay un solo Dios Padre y Jesucristo, su único hijo; eso mismo dirás entre los indios. . . Las lágrimas cortaron el discurso y afirmó: – Con el favor de Dios, nada de eso ha de ocurrir. . ; ya van siendo pocos los insumisos. . .

              Me llevan estos recuerdos al de una misa al aire libre, en altar improvisado, entre los mezquites, el día que pasó por allí un cura consumando bautizos.

              No sé cuanto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí.

              Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caían bajo la jurisdicción yankee, y nos echaban: Tenemos que irnos, exclamaban los nuestros. Y lo peor –  añadían – es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua. Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo. . .

              Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conviniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.

              Ignoro lo que hicimos en el nuevo Sásabe, que es el de hoy, ni sé cómo lo dejamos. La más próxima visión que me descubro es una tarde, en Ciudad Juárez, o sea el Paso del Norte; frondas temblorosas de álamos, paseo a la orilla de canales, llenos de agua corriente, fangosa; casas de blanco y azul, aroma de tierra mojada. Mi madre camina, adelantándose con paso nervioso; en su voz hay temor y congoja. No llegan noticias de mi padre, que fue con negocio a México; en vano acudimos en ellos a un chino ahogado por esos días y yo pensaba con insistencia molesta: agua de chino ahogado.

              Nada más descubro de ese período infantil. El hilo tenue de la personalidad se va rompiendo sin que logre reanudarlo la memoria; sin embargo, algo aflora del río subterráneo de repente y nos descubre otro remoto paisaje. De nuestra estancia en El Paso quedó en el hogar un documento valioso: la fotografía de etiqueta norteamericana que nos retrató el día de fiesta. Mi padre, de levita negra, pechera blanca y puños flamantes. En el vientre, una leontina de oro; en el pecho, barbas rizosas. Mi madre luce sombrero de plumas, aire melancólico, faja de seda esponjada, mitones de puntos y encajes negros al cuello. La abuela, sentada, sonríe entre sus arrugas y sus velos de estilo mantilla andaluza. Siguen tres niñas gorditas, risueñas, vestidas de corto y lazos de listón en el cabello, y por fin, mi persona, frente bombeada, pero aspecto insignifcante, metido en el cuello almidonado, redondo y ridículo, a pesar de la corbata de poeta. Los hermanos éramos entonces cinco. El primogénito murió en Oaxaca, antes de que la familia emigrara. Yo, como segundo, heredé el mayorazgo, y seguían Concha, Lola, Carmen e Ignacio. Nos cayó este último no sé exactamente en cuál estación de la ruta, y nos dejó a poco en otro, muriéndose pequeño. Cuando preguntaban a mi madre por su preferido, respondía: son como los dedos de las manos: se les quiere a todos por igual.

              Se me pierde mi yo y vuelvo a hallarlo en las gradas de una escalera espaciosa. Baja un señor de perilla blanca; se ve pálido y alto, viste de negro, me toma de los brazos, me alza y me besa; oigo decir: el abuelo; tu abuelo. . . A poco nos despedimos, nos metemos en nuestra casa. Nuestra vivienda disfrutaba la mitad de un patio de corredores y macetas. Y un día llegaron en cantidad ramos y coronas de flores. Se nos prohibió la entrada a una de las habitaciones. Advertimos rumor de llantos. Aprovechando un descuido materno, me asomé al cuarto del misterio. Sobre una mesa enflorada vi un cuerpecito envuelto en encajes blancos. Un dedito asomaba y lo palpé muy tieso. Nunca supe más de este hermano. Mi padre salió llorando con la cajita blanca al brazo. Lo acompañaban algunos amigos y se alejaron todos en coches. En la familia se solía a recordar a Nachito. . . Cuando murió Nachito.

              Parece que durante los meses de aquella estancia nuestra en la capital estuve en el departamento de párvulos en la Escuela Normal, por la Encarnación. Recuerdo un patio que es, problablemente, el mismo en que después fundé la editorial de la Universidad. …”

¿El final?

Como se sabe, Vasconcelos – según lo justiprecia Garrido – llegó al final no sin desgarraduras. Sus Memorias  son constancia de que recuerda todos los actos de su vida, grandes y pequeños, como los evocados desde nuestro desierto sonorense, cada uno de los cuales le hizo sufrir o gozar. Pero asímismo revelan su capacidad de escritor, por haber retenido ese mundo de cosas, que a veces amplifica en forma cautivadora, pues le inspiran para el porvenir. Son un aparador suntuoso de bellas imágenes, de pecados, de historia política, de material informativo, cuyo valor excelso es la lección de su sinceridad, y la fuerza con que abre las venas y las ventanas de su espíritu para que lo aquilate la posteridad, no sólo por sus aptitudes y cualidades, sino por sus dudas e inquietudes, a pesar de su entendimiento y vida prodigiosa. Erótico en la juventud, esteta en su formación intelectual, y en su edad madura: filósofo, político y sociólogo, con frecuencia la pasión movió su pluma siguiendo el ritmo de su paso por la tierra.

El desconocimiento de sus obras completas se suple con anécdotas y mitos, como el que recorre nuestras tertulias, en el sentido de que “Vasconcelos dijo que ‘en Sonora termina la civilización y comienza la carne asada, ’ ” cuya fuente real y textual clarifiqué en una publicación3. Terminó su vejez como un místico que busca la Gran Reconciliación, y que – le dice a Luis Garrido, en un almuerzo, poco antes de su muerte, al contemplar en la mesa, sentado frente a ellos, a un alto prelado vigoroso y sano, a pesar de sus años -: El secreto de la salud está en la castidad. El Lic. Gilberto Suárez Arvizu escribió: “ Lo que ha pasado es que sus enemigos siempre han buscado frases aisladas para atacarlo. No le perdonan que se haya declarado católico y menos que haya vestido el hábito de lo Terciarios de San Francisco.”4 En reciente entrevista con José I. Vasconcelos Miranda, hijo del Maestro, reveló algo que muchos habíamos escuchado como un chiste, pero que es de una trascendencia más alla de la simple anécdota: “ Mi padre además, como Rector de la UNAM, se encargó de establecer el lema del Alma Máter que reza: Por mi raza hablará el espíritu”. Originalmente, el lema hablaba del espíritu santo, por que Vasconcelos siempre fue católico y defendió siempre el catolicismo. Finalmente se quitó santo. Por todo lo anterior, en aquellos meses, en Hermosillo, además del parentesco con mi cuñado Herminio Ahumada, una buena relación con el Gobernador Yocupicio se preguntó ¿por qué no promover la Universidad de Sonora.? …”5

Pero Vasconcelos uno u otro, de  los muchos que conocemos, desde el fondo de su patriotismo indignado, provocador y cósmico, quedémonos con aquel que a veces discurre en el tono de un profeta, con palabra flamígera, para despertar la conciencia social adormecida, y levantar de su envilecimiento a los grupos que han renunciado a la acción social y política, cuando exclamó: “Si México ha de salvarse algún día, por obra de generaciones de más firme estofa que las actuales, ellas sabrán agradecer la desolladura que infiero al cuerpo  llagado de la patria”.

DERECHO Y MORAL EN JOSÉ VASCONCELOS

Héctor Rodríguez Espinoza

La vida y obra de José Vasconcelos está marcada desde lo que él mismo llamó “el comienzo”, en Ulises  Criollo (Autobiográfica),cuando de su tierna infancia en Sásabe, Sonora, escribió:

“Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura, invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva compacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.”

            Se han cumplido 29 años, en que el 1 de julio de 1959, con nutridas oraciones fúnebres y bajo un cielo vespertino, gris y triste, se inhumó el cadáver de un hombre extraordinario, que rehusó cualquier homenaje oficial a su memoria, considerándolo tardío y bastardo.

            Para el propósito de este acto, he considerado prudente referirme solamente a dos aspectos de su fecunda incursión en los grandes temas de la inteligencia: el Derecho y la Moral.

En el Derecho

            Se había matriculado en la Facultad de Derecho, por eliminación. Sin aptitud alguna para el cálculo, la carrera de ingeniero le estaba vedada por su naturaleza. Una larga convivencia con estudiantes de Medicina le había revelado la exigencia a que se les sometía a aprender de memoria todos los nombres de los huesos, facetas y articulaciones. Perdidos, así, en el detalle, y encaminados desde el comienzo hacia la especialización, lo que menos se preguntan era lo único que le hubiera interesado: el secreto de los procesos del pensamiento; la teoría de la voluntad o la psicología del amor. Todo ello estaba más bien en los filosófos, y para estudiarlo no necesitaba volverse impermeable al yodoformo. Hubiera querido formalmente ser un filósofo; pero dentro del nuevo régimen Comtiano, la filosofía estaba excluida: en su lugar figuraba, en el currículum, la Sociología. Ni siquiera una cátedra de Historia de la Filosofía se había querido conservar. Se libraba guerra a muerte contra la Metafísica. Se toleraba apenas la Lógica y eso conforme a Mill, casi como un capítulo de la Fisiología. Por propia iniciativa, y al margen de la cátedra, habían constituido un grupo decidido a estudiar a los filósofos. Antonio Caso, dueño de una gran biblioteca, leía por su cuenta y preparaba sus armas para su obra posterior, de demolición del positivismo. Vasconcelos formaba cuadros de las distintas épocas del pensamiento, de Tales a Spencer, apoyándose en las Historias de Fouillé, de Weber y de Windelband.

            La disciplina legal le era antipática, pero ofrecía la ventaja de asegurar una profesión lucrativa y fácil. En rigor, era su pobreza lo que le echaba a la abogacía. Al entrar a las cátedras de Jurisprudencia advirtió como un descenso en la categoría de la enseñanza. No era Ciencia aquello, sino a lo sumo, lógica aplicada y casuística. La reforma científica no había llegado al Derecho; faltábale un genio filosófico que incorporara el fenómeno jurídico al complejo de los fenómenos naturales. Spencer, en su volumen de la Justicia, obra de consulta en su curso, ya iniciaba tarea semejante; pero entre tanto, el aprendizaje se desarrollaba dentro de las disciplinas caducas. Y mientras el célebre maestro Pallares disertaba en su clase de Civil, él se ponía a leer el periódico en un rincón de la última banca.

            Finalmente terminó su carrera de Derecho. Para entonces, su acción ya en el Ateneo de la Juventud, igual que en círculos semejantes, la consideró mediocre. Lo que creía tener dentro no era para ser leído en cenáculos ni para ser escrito. Cada intento de escribir le producía decepción y enojo. Se le embrollaba todo por falta de estilo, decía; en realidad, por falta de claridad en su propia concepción. Además, no tenía prisa de escribir; antes de hacerlo le faltaba mucho que leer, que pensar, que vivir. Algunos de sus colegas lo comprendían y afirmaban su esperanza en lo que al cabo haría. No faltó, sin embargo, el literatuelo precoz y fallido que le  dijese, como negándole el derecho de ateneísta: “Bueno, y tú ¿qué escribes, qué haces?”. Le respondió, deliberadamente enigmático y pedante: “Yo pienso.”

            Con todo, se acercaba la fecha del examen profesional y era menester presentar una tesis. Ningún tema jurídico le interesaba. La Economía Política la había estudiado como el que más, rebatiendo al catedrático el supuesto carácter de ley que daba a la oferta y la demanda, oponiendo al Leroy Baulieau del texto, los argumentos socialistas a lo Lasalle y Henry George. Pero aquella era la despensa del edificio científico, tema para las amas de llaves de la inteligencia. Eliminando aquí y allá, llegó, por fin, a la única pregunta que le había interesado, en relación con la Disciplina jurídica: ¿Qué puesto ocupa el Derecho en el concierto de las causas? ¿Cuál es la índole íntima del fenómeno jurídico? ¿qué relación hay entre el acto jurídico y la ley más general de la ciencia, la ley de conservación de la energía? En otros términos: deseaba ensamblar en la doctrina de la Preparatoria la práctica de Papiniano. Para ello urgía otorgar al Derecho un valor conexo del Principio general del saber de la época. Así como para el romano, la lógica aplicada a las relaciones sociales dio la norma jurídica, ahora había que buscar las funciones sociales, y más especialmente los conflictos de apetencia dinámica; con sólo enunciarlo ya tenía marcado el camino; pero el momento era tímido. Todos sus compañeros escribían a base de citas y entre comillas. Los libros del propio Caso dan fe de esta tendencia erudita. Los literatos de su grupo no se decidían a escribir, por ejemplo, una novela; se gastaban en comentarios y juicios de la obra ajena a lo Enríquez Ureña, que les hacía de maestro. Atenido, pues, a su propia audacia, buscó analogías del acto jurídico con el acto voluntario de los psicológicos, con el acto biológico, con el proceso químico y, finalmente, con el mecánico. Tal y como se solucionaban los conflictos de fuerza, así deberían solucionarse,  en una sociedad perfecta, los conflictos jurídicos. En teoría, quien más haya menester de una cosa, quien más ponga en ella apetencia y voluntad, ese debe ser su dueño. En torno de estas apetencias sinceras, la sociedad debe obrar como en la composición de fuerzas, colaborando con los deseos nobles, vigorosos, pero libres de mezquindad. Le hacía falta entonces discutir las ideas antes de escribirlas. Con Caso se puso a hablarlas, le ayudó con su instinto de sabio y su visión lúcida. El no estaba conforme con su ocurrencia; el Derecho era un fenómeno social; no aparecía donde no había coacción; no era legítimo concebir el Derecho como un impulso natural; menos como una fuerza. En torno al Tratado Etico Político, de Espinoza, discutieron largamente. Fundándose en el libro de Fouillé, sobre las ideas fuerzas, objetaba ya que aun la ideación, fenómeno más imponderante que la voluntad manifestada en el Derecho, era asimilable y debía serlo al concepto de fuerza, noción física de toda la filosofía, noción moderna.

            Escribió sobre el Derecho como fuerza y dinamismo interno de las relaciones sociales. Partiendo del concepto primordial de impulso, procuró determinar de qué manera, dentro del juego múltiple de la dinámica, emerge la oposición jurídica tan fatalmente como choca y se combina la fuerza de los remos y la fuerza de la corriente en el bote que sube el río. . . Sus conclusiones fueron las siguientes:

            “El estado actual de la ciencia jurídica es el resultado de la fusión de los productos de muchas épocas. Así que todas las necesidades sociales hayan pasado por el período de agitación que suscitan cuando se sienten intensamente y se reúnan los resultados obtenidos durante esos períodos en la armonización de los conflictos que hicieron nacer, entonces podrá verse la organización jurídica en el término de su desarrollo y quizá hastas entonces acomodará sus preceptos a las normas de principio natural de justicia y de la ley de distribución de energía.

            … Aceptamos, pues, la época presente; recibamos este industrialismo vulgar como transición dolorosa y necesaria que prepara un porvenir mejor. No están con él nuestras simpatías; pero perdonémoslo, porque no lo ahoga todo; aunque el trabajo y las máquinas invadan la tierra, siempre quedará en los cielos un espacio azul donde guardar los ideales. Nuestra raza latina, poco adaptada para las tareas groseras, no irá a la cabeza de los pueblos llevando el estandarte triunfal en estas luchas casi mezquinas: seguirá resignada un movimiento que comprende necesario y conservará su vigor intacto para cuando el ideal florezca, para cuando los industriales hayan puesto al alcance de todos la riqueza y sea la vida un largo ensueño de contemplación y de infinito”.

            Cuando llegó a definir así, en 1905, el “Concepto Dinámico del Derecho”, sintió pasar por la frente un relámpago. Antes que a nadie, leyó sus cuartillas a Caso. . . “Es curioso – le observó Don Antonio – ; ha escrito usted bastantes páginas sin hacer cita y sin perder de vista su fin; es original su trabajo y lo felicito.”

            Y su enhorabuena fue sincera porque, consciente Caso de su propio valer, no conocía la envidia y era por naturaleza generoso.

Su doctrina moral

            Vasconcelos ha sido el único filósofo mexicano que ha fijado la posición que guardaba frente a todos los problemas de su especialidad. En 1932 publica su Etica, donde persiste la nota de su sistema, o sea el ritmo, pues asegura que un criterio de vida a la vez que una expresión de la verdad universal, es que el ritmo todo lo abarca y orienta: la conducta del átomo y la conducta humana.

            Y al igual que en sus otros trabajos filosóficos, no sistematiza de modo cabal su pensamiento, ya que lo desborda a veces con innegable lirismo, planteándose otras cuestiones como la de que cada raza debe elaborar su propia filosofía, proclamando la unidad étnica y cultural de los pueblos ibéricos de América. Y  él mismo procede con autonomía de pensamiento, discurriendo exclusivamente por su cuenta, sin que le preocupe muchas veces lo que otros han elaborado sobre el particular. Sin embargo, lo que orienta en esta materia las ideas de Vasconcelos es Dios, verdad única y nuestra – nos dice -, ya que es la impresión, la emoción de nuestro ser, partícula de él mismo.

            Y con esta pauta y su teoría del ritmo, se remonta al origen de la vida animal para caracterizar el fenómeno ético. Lo que en la vida es caótico y suelto, es controlado y dirigido por una norma impuesta por la moral que redime las aspiraciones, y así entiende la ética como toda disciplina de vida, siendo su problema fundamental el investigar el significado de la voluntad y sus motivos.

            El examen de las normas morales lo afirma en el concepto de la disciplina, rechazando la idea de que la vida objetiva pueda brindar preceptos o valores, pues a su juicio la determinación de los valores éticos se funda en una certeza emocional que es inmaterial y permite descubrir lo bueno de lo malo. Por otra parte, la moral para fortalecerse necesita un fundamento religioso, como ocurre en el budismo y en la doctrina de Cristo, que son morales completas, sólidas, científicas y no empíricas ni convencionales, como las morales laicas.

            El campo de la ética es el mundo del “deber ser”, el cual conoce la verdad manifestada hacia la acción. El tipo moral es el que aprovecha su impulso de bien para crear, a semejanza del artista que produce con su emoción de belleza. “El santo engendrando valores éticos, da contextura a una vida de espíritu, crea realidad mejor que la realidad de la carne” – afirma Vasconcelos -, y después asegura que “la bondad es la médula de la moral, pues sin bondad innata la moral es incomprensible”, por eso los modernos tratadistas consideran más bien que lo bueno consiste en una disposición interna del ánimo, en una especie de ritmo.

            En cuanto al mal, el maestro confiesa que a pesar de lo mucho que ha leído sobre el tema, sólo encuentra como teoría satisfactoria la de la Biblia, el mayor libro de la humanidad, o sea la caída original; y respecto a la esencia del propio mal, sostiene que es subordinar lo eterno a lo temporal, lo noble a lo mezquino, alterando la jerarquía de los valores. A su juicio, deriva el mismo, de nuestra situación intermedia: entre la materia y el espíritu, explicando que para el budismo y el cristianismo, la cuestión del mal se identifica con la tesis de la salvación. El mesías redime con su obra el pecado original.

            Juzgando religiones y sistemas desde el punto de vista moral, Vasconcelos califica el socialismo, de humanismo aplicado a lo económico; “un esfuerzo noble y necesario para corregir las iniquidades de la desigualdad”, pero en cambio rechaza el marxismo como un disparate, una hipótesis sin fundamento, lo cual revela cierta incomprensión de las doctrinas económicas, ya que las tesis de Marx prepararon el socialismo moderno, a pesar de que algunas de sus teorías no sean válidas.

            Y afirmando su cristianismo señala que el Bien, la Verdad, y la Belleza no son valores idénticos, sino etapas, períodos de un proceso ascendente: desde la importancia de la criatura hasta la omnipotencia de Creador, valiendo sólo como medios para el fin postrero; pues para el que sigue las enseñanzas del Mesías, la sociedad, la patria y la familia son cosas secundarias, las cuales deben ser postergadas, si así lo exige el dictado celeste. Esta actitud revolucionaria, en función de un valor más alto, la mantiene a través de las páginas de su Etica.

            Vasconcelos comentando la moral Kantiana, manifiesta su admiración por el filósofo de Koenigsberg, ya que a partir de sus lucubraciones, la moral se desarrolla como ciencia especial, pero critica el abstraccionismo de sus tres reglas fundamentales, para obrar en forma de que nuestra conducta personal pueda llegar a regla universal; sin que jamás la Humanidad en nosotros sea medio, puesto que la moral es lo que se hace por respeto a la ley. Para Vasconcelos, la ética es una revelación, en virtud de que la voluntad se mueve buscando fines, ya que toda ética supone acción, y son las personalidades extraordinarias las que iluminaron el camino. Y volviendo a la idea del ritmo, señala que el de carácter divino aplicado a la cosa, la anima hasta llegar a ser lo que llamamos espíritu.

            Finalmente, el maestro cierra su libro de Etica con su capítulo destinado a la filosofía de la misma, para determinar el lugar que ocupa en el proceso de la existencia, señalando que “el correr ético empieza y termina en el hombre”, explicando después que las acciones de éste “se desenvuelven en tres órdenes claramente diferenciados, aunque unidos y confundidos en su entraña; el orden de la energía biológica, cuya ley superior es el instinto; el orden de la energía consciente, cuyo móvil es la voluntad; y el orden de la voluntad, obsedido de motivos éticos; un querer libertado de apetitos y deseoso de consumarse por mutación heroica en las formas superiores del ser”.

Al final

            Su vida y obra siguen suscitando polémicas, salvo su indiscutible y brillantísima gestión como Secretario de Educación Pública. A su alrededor aún se agitan pasiones y olvidos censurables. La Universidad Nacional, por ejemplo, le debe todavía el magno acto para honrar su nombre a que es acreedor, como uno de los principales arquitectos de la cultura contemporánea de México. Algunos, por su actuación política y sus vicisitudes ideológicas, le restan méritos, pero precisamente por esas mutaciones se nos presenta como un auténtico valor humano, que lo mismo escaló las más altas cumbres del pensamiento, que descendió a vivir las pasiones que asedian al hombre desde temprana edad.

            Los críticos literarios admiran muchas de sus páginas, como trozos de acabada perfección, y por su parte, los filósofos lo reputan como el mexicano que ha llegado al trabajo más completo de la materia, con sus libros sobre Derecho, Etica, Metafísica y Estética. Pero sobre todos esos atributos, con ser altísimos, subyuga su posición espiritual en los años próximos a su muerte, a pesar de que sus amigos sufrieron sus contradicciones, que iban de la exaltación afectuosa a la censura desconcertante.

            Hombre apasionado, Vasconcelos ponía un gran fervor en sus ideas, y así, cuando intensificó su fe cristiana, dejó un mensaje imperecedero. Despojado de todo equipaje erudito, ya no era el pensador representativo de América, ni el filósofo inspirado, ni el defensor de la raza, ni el maestro de la juventud. Era sólo el hombre desnudo de toda vanidad, el que recibió de niño los pensamientos e impulsos desde el regazo materno, las aguas bautismales, y que al término del camino, cuando la vejez debilita el cuerpo, comparece callado y humilde ante Dios. Respuestas que afanosamente había buscado en los más variados sistemas filosóficos, las encontró sencillas y elocuentes en su noble catolicismo subiendo a su fuente de luz. Y este hombre que conoció la publicidad en todas sus formas, y de cuya potente inteligencia brotaron chispazos geniales, registró en su alma los más importantes acontecimientos en forma callada.

            Vasconcelos no desaparecerá del todo. Su pensamiento político y sus teorías filosóficas podrán sufrir eclipses; su obra de educador quizá sea negada por la ingratitud; pero su fe y amor último será siempre una imagen sin mancha, que perdurará como fruto de su espíritu de arrepentimiento, por haberse entregado al uso delicioso y criminal del mundo.

Octubre de 1998.

ESTUDIOS DE DERECHO DE JOSE VASCONCELOS

Héctor Rodríguez Espinoza

            Un boceto biográfico

            José Vasconcelos Calderón, abogado, escritor y filósofo, nació en Oaxaca, Oax., el 27 o el 28 de febrero de 1881 o de 18821. Fueron sus padres Ignacio Vasconcelos y Carmen Calderón. Sus estudios primarios fueron accidentados, ya que su familia tuvo que trasladarse de un lugar a otro del país, por desempeñar el padre un cargo aduanal pasó su temprana niñez -de la que escribió sus “primeros recuerdos” 2y páginas en Ulises Criollo– en la aduana de Sásabe, Sonora, e hizo los estudios primarios en Estados Unidos y Campeche, Camp. En 1897 se instaló en la ciudad de México, donde cursó la Escuelas Nacionales Preparatoria y de Jurisprudencia donde, con la Tesis Teoría Dinámica del Derecho, obtuvo el título de abogado, en 1905.

            Antes de su graduación se consagró a la filosofía y a la literatura, y no tardó en ganarse un prestigio en los círculos literarios. De entonces datan los esbozos de lo que constituirá la parte entrañable de su obra: raza, historia, cultura, destino . . . una “Teoría General de América.”

            El 28 de octubre de 1908 fundó, con otros jóvenes intelectuales, el Ateneo de la Juventud, centro de renovación política, artística y filosófica y una de las instituciones de más relieve en la historia cultural de México. Ellos llenaron una época del pensamiento y creación americana: entre otros, el filósofo Antonio Caso; los escritores Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Martín Luis Guzmán y Carlos González Peña; el pintor Diego Rivera; el jurista Isidro Fabela, etc. En 1910 el Ateneo organizó un ciclo de conferencias, en el cual Vasconcelos presenta su célebre trabajo: Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas, donde expuso, con altura y valentía, su incompatibilidad con el sistema ideológico de la época.

            Al estallar la revolución maderista, afiliado a la causa antirreeleccionista y de progreso democrático del País -por lo que había sufrido meses de destierro en los Estados Unidos-, participó en la lucha política. Triunfante el movimiento y ocupando ya Madero la Presidencia de la República, no aceptó Vasconcelos cargo público alguno. Traicionada la causa de Madero al apoderarse Victoriano Huerta del Gobierno de la República, sufrió persecuciones y, en 1913, se desterró en los Estados Unidos.

            A la caída de Victoriano Huerta volvió a México, poniéndose al servicio de la Revolución. En 1914, siendo Presidente de la República el General Eulalio Gutiérrez, ocupó Vasconcelos, por primera vez, el Ministerio de Educación Pública. Bajo el Gobierno de Venustiano Carranza volvió a sufrir el destierro, y, una vez más, viajó por Estados Unidos y algunos países hispanoamericanos, deteniéndose un año en Lima, donde dictó una de sus más brillantes conferencias, El Movimiento Intelectual Contemporáneo de México. En 1919 Don Adolfo de la Huerta le nombró Rector de la Universidad Nacional de México. En este tiempo era ya Vasconcelos una de las más vigorosas y admiradas personalidades de América. En 1921 logró que el Gobierno restableciera el Ministerio de Educación Pública y Obregón le nombró Ministro. La obra de Vasconcelos en la Universidad Nacional y en el Ministerio de Educación merece, sin hipérbole, el dictado de planes y programas, fundó Centros Educativos de gran importancia, creó la Escuela Rural, dirigió El Maestro y ordenó la edición de colecciones de libros de cultura general y literaria. Aún no ha sido superada, en América, la colección de grandes Obras Universales de la Literatura que hizo publicar en traducciones excelentes. El mismo Vasconcelos resumió su labor ministerial, en De Robinson a Odiseo.

            A poco de salir de la Secretaría de Educación Pública, en donde su gestión provocó que los congresos estudiantiles de Colombia, Argentina, Perú y Panamá lo designasen “Maestro de la Juventud de América”, publicó La Antorcha, revista de lucha literaria y política; hizo un largo viaje por Europa, dio conferencias en Puerto Rico y se vio obligado a trabajar como Profesor en la Universidad de Chicago, que le concedió la cátedra de Sociología Hispanoamericana. Vuelto a la patria, en las elecciones Presidenciales de 1929 fue candidato antirreeleccionista frente a Pascual Ortiz Rubio. Persuadido de haber ganado legítimamente las elecciones y de haber sido despojado del triunfo por sus adversarios, se ausentó del país y emprendió una campaña violenta y persistente contra la situación política mexicana y los hombres que la encarnaban.

            Llevó a la Argentina y al Brasil la representación de México en la celebración del Centenario de la Independencia de estas Repúblicas. Fue Doctor Honoris Causa de las Universidades de Chile, México, Guadalajara, Puerto Rico, El Salvador y Guatemala. Miembro de número de la Academia Mexicana, correspondiente de la Real Academia Española y del Colegio Nacional. Profesor Huésped de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la Plata; Consejero de la Universidad de Sonora. Fue, además, Presidente de la Asociación Fray Alonso de la Vera-Cruz, Presidente de la Sociedad Mexicana de Filosofía y Presidente del XIII Congreso Internacional de Filosofía.

            Su obra filosófica y literaria no se interrumpió nunca, a pesar de las grandes alternativas por las que pasó. Como autor, merece ampliamente los títulos que, no obstante las rivalidades políticas más enconadas, nadie le regatea: filósofo, escritor, político de reciedumbre, a quien la América de lengua española debe no pocas de las páginas más hondas, ricas y originales que le han dedicado sus mejores hombres.

            Desde siempre Vasconcelos modificó su trayectoria política con el radicalismo propio de una personalidad apasionada y fuerte y aunque desde 1939 desempeñó un cargo oficial, como Director de la Biblioteca Nacional, permaneció adscrito a las fuerzas que ejercen la oposición, desde los puntos más extremos. Falleció en la Ciudad de México el 30 de junio de 1959.

Su Bibliografía

            Teoría dinámica del Derecho (Tesis profesional). México. 1907; Gabino Barreda y las ideas contemporáneas. México. 1910; La intelectualidad mexicana; conferencia. México. 1916; Pitágoras, una teoría del ritmo.1916;    Prometeo vencedor. Madrid, Edit. América. 1916; Monismo estético. 1917; Estudios indostánicos. 1918; Divagaciones literarias. México. 1919; La caída de Carranza; de la dictadura a la libertad. México. 1920; Orientaciones del Pensamiento en México. Argentina. 1922; Teoría de los cinco Estados. 1924; Ideario de acción. Lima. 1924; La revulsión de la energía. México. 1924; Los últimos cincuenta años. México. 1924; La raza cósmica. París. 1925; Indología. París. 1926; Aspects of Mexican Civilization. Chicago. 1927; Tratado de metafísica. México. 1929; Pesimismo alegre. Madrid. 1931; Etica. Madrid. 1931; La Sonata mágica. Madrid, 1933; Carta a la intelectualidad mexicana. México. 1933; Bolivarismo y Monroísmo. Santiago de Chile. 1934; La cultura en Hispanoamérica. La Plata. 1934; Estética. México. 1935, De Robinson a Odiseo. México. 1935; Ulises criollo. México. 1936; ¿Qué es el comunismo? 1936; La tormenta. México. 1937; ¿Qué es la Revolución? México, 1937, Historia del pensamiento filosófico. México, 1937; Breve historia de México. México, 1936, El desastre. México. 1938; Simón Bolívar. México. 1939; El Proconsulado. 1939, Manual de Filosofía. México. 1940; Páginas escogidas. México. 1940; Hernán Cortés, creador de la nacionalidad. México. 1941; El realismo científico. 1942; Vasconcelos. México, Secretaría de Educación Pública. 1942; Apuntes para la historia de México, Desde la conquista hasta la revolución. 1943, La idea franciscana de la Conquista de América. México. 1943; El viento de Bagdad. México. 1945;   Lógica Orgánica. México. 1945; La cita. México. 1945; Homenaje a Gabriela Mistral. Revista Iberoamericana. 1946, Los robachicos. México. 1946; Homenaje a Ezequiel Chávez. México. 1947; Discursos. 1950, Todología (Filosofía de la coordinación). México. 1952, Temas contemporáneos. México. 1955, En el ocaso de mi vida. México. 1957, Don Evaristo Madero. México. 1958, La Flama. México. 1959, Letanías del Atardecer. México. 1959.

Un motivo válido   

            Se han cumplido 46 años, en que con nutridas oraciones fúnebres y bajo un cielo vespertino y triste, se inhumó el cadáver de un hombre extraordinario, que rehusó cualquier homenaje póstumo oficial, considerándolo tardío y bastardo.

            Para el propósito de este homenaje, he considerado prudente referirme solamente a un aspecto de su fecunda incursión en los grandes temas de la inteligencia: el Derecho.

En la carrera de Derecho. Eduardo Pallares y “los catorce millones de imbéciles que componen la República”

            Para este apartado usaré -en lo general- sus propias palabras, en aras de su fidelidad biográfica, que fue uno de los géneros que cultivó.

            Se matriculó en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, por eliminación. Sin aptitud para el cálculo, la Ingeniería le estaba vedada. Una larga convivencia con estudiantes de Medicina le había revelado la exigencia de memorizar todos los huesos con sus facetas y articulaciones. Perdidos y encaminados desde el comienzo hacia la especialización, lo que menos se preguntan era lo único que le hubiera interesado: el secreto de los procesos del pensamiento; la teoría de la voluntad o la psicología del amor. Todo ello estaba más bien en los filósofos. Hubiera querido oficialmente ser un filósofo; pero dentro del nuevo régimen comtiano, la filosofía estaba excluida: en su lugar figuraba, en el currículum, la Sociología. Ni siquiera una cátedra de Historia de la Filosofía. Se libraba guerra a muerte contra la Metafísica. Se toleraba apenas la Lógica, como un capítulo de la Fisiología. Por propia iniciativa, y al margen de la cátedra, habían constituido un grupo para estudiar a los filósofos. Antonio Caso, en su gran biblioteca, leía y preparaba sus armas para su obra de demolición del positivismo. Vasconcelos formaba cuadros de las distintas épocas del pensamiento, de Tales a Spencer, apoyándose en las Historias de Fouillé, de Weber y de Windelband.

            La disciplina legal le era antipática, pero ofrecía la ventaja de asegurar una profesión lucrativa y fácil. En rigor, era su pobreza lo que le echaba a la abogacía. Al entrar a las cátedras de Jurisprudencia advirtió como un descenso en la categoría de la enseñanza. No era Ciencia aquello, sino a lo sumo, lógica aplicada y casuística. La reforma científica no había llegado al Derecho; faltábale un genio filosófico que incorporara el fenómeno jurídico al complejo de los fenómenos naturales. Spencer, en su Justicia,ya iniciaba tarea semejante; pero entre tanto, el aprendizaje se desarrollaba dentro de las disciplinas caducas. Y mientras el célebre maestro Pallares disertaba en su clase de Civil, él leía el periódico en un rincón de la última banca.

            Con no hacerle caso, se fue ganando al viejo. “Enjuto de tez, ojillos penetrantes, frente muy blanca, sienes delicadas y cabellos negros, levemente rizosos, sus fieles lo comparaban con Sócrates por la fealdad y por sarcasmos que yo hallaba crueles”, rememora.

            Pallares hablaba apoyando el mentón en el puño de oro de su bastón, y con gala de impertinencia, exclamaba: – “Esto no se los explico, porque ustedes no me entenderían. . . este país de catorce millones de imbéciles. …-”. Irritaba a Vasconcelos oír aquello en labios de un simple abogado. – “Sabrá su Derecho Mercantil – le reprochaba Vasconcelos -, pero ¿qué sabe de Filosofía? -”. Confiesa que ignoraba él las virtudes del hombre, su vida austera y constante protesta contra el despotismo porfiriano. Generalmente reconocido como el primer abogado de la República, vivía, sin embargo, postergado, y se había hecho inmodesto a fuerza de ser injustamente tratado. Debía su cátedra a una oposición y no a nombramiento de la dictadura. Titulado en Michoacán y ferviente católico, jamás había transigido ni con su creencia ni con la farsa y abuso de los hombres de la administración. A fuerza de tenacidad inteligente, sostenía un bufete de buenos ingresos, pero en los grandes negocios figuraba, si acaso, como consultor, y los honorarios gordos iban a manos de medianías complacientes con el régimen, protegidos del déspota. Sabía que sus mejores alegatos podía echarlos por tierra una consigna del caudillo. Su talento, ciencia e íntima bondad bajo la agria apariencia, se manifestaban tardíamente y a pesar suyo. Al principio era Vasconcelos del bando que lo contrariaba.

            Contra Pallares estaban los preparatorianos de la metrópoli, antijuaristas y cientifizantes que se sentían rebajados de estudiar el Derecho Romano, después de cursar el plan de Comte. En el bando de Pallares se afiliaban los que, habiendo hecho su secundaria en los Estados, conservaban el criterio indeciso entre la ciencia y la ideología jacobina. Y aunque Pallares no era jacobino, procedía de la provincia y no era comtista. Además era el rival de Justo Sierra, y los metropolitanos eran sierristas. Justo Sierra era el poeta, el literato vulgarizador de la teoría positivista en el arte y en la vida. Su obra de Ministro de Educación todavía no comenzaba, pero ya era conocido como el maestro más culto y elocuente de la época. “Tan elocuente que en su clase de Historia, cada año, arrancaba aplausos disertando con entusiasmo sobre las libertades de Atenas. En cambio, jamás abrió los labios para comentar el derrumbe de las libertades mexicanas; … después de sus discursos helenizantes, el pobre se iba a la Corte, a firmar sentencias como Magistrado del porfirismo”, ironiza Vasconcelos.

            Uno de los motivos del desprecio de Pallares por sus alumnos era su ignorancia del latín. Vasconcelos había estudiado y olvidado dos años de latín campechano, pero la mayoría de sus compañeros sólo habían cursado raíces griegas con el maestro Rivas, capaz pero que, desilusionado de lo poco que podía hacerse en un solo curso, se limitaba a bromear con sus alumnos. Pallares, con razón, se preguntaba:

            – “¿Qué puedo hacer con estudiantes incapaces de entender una cita?-” Y no sólo lo decía en clase, lo hacía en los Consejos de las Facultades y en el Congreso.

            De allí procedía su choque formal con Justo Sierra. Al discutirse en el Congreso la reforma de la enseñanza, el latín se había convertido en cuestión de Partido. Los liberales estaban contra el pasado porque era pasado y contra el latín porque es el idioma que se usa en las misas. Los positivistas se apoyaban en la autoridad de Spencer, que elimina las lenguas muertas en favor de las vivas, sin duda para que poco a poco vaya quedando solo el inglés. Así como los liberales eran yanquizantes, los positivistas se creían muy británicos siguiendo a Spencer. Ni unos ni otros se tomaban el trabajo de informarse de que al latín dedican y dedicaban hasta cuatro años todos los colegios de segunda enseñanza de Inglaterra y los Estados Unidos. Se daba el caso de que un país latino suprimía la enseñanza del latín, en tanto que el vecino país sajón multiplicaba universidades y colegios en que es obligatorio. Contra este absurdo propósito -que recordaba a Vasconcelos esas estampas de zulúes descalzos y con sombrero de seda europeo-, se levantó Pallares y habló convincente.  “Pero los diputados . . . los diputados de entonces, menos ignorantes que los de ahora, mantenían, sin embargo, igual tradición de servilismo”, critica Vasconcelos. Pallares era un independiente y sospechoso. Atender sus razones equivalía a traicionar al régimen. Don Justo, subsecretario, representaba la opinión oficial; el gobierno siempre tiene razón para destruir a su contrincante. Al contestarle Don Francisco Bulnes, lo designó cambiándole, de adrede, el nombre: el señor Pajares. Irritado éste por las discusiones, no advirtió el peal, y quiso rectificar:

            “ – Pallares, señor. . .-”.

            “ – Pajares  – insistió Bulnes, volviéndose a su público -.” Las risas estallan, la votación se apresura y triunfó la consigna abolicionista de las lenguas muertas. La intelectualidad del régimen proclamó la nueva victoria contra las tinieblas. De su derrota injusta guardaba Pallares un rencor mudo, extensivo a todos los que llegaban de la Preparatoria, relata Vasconcelos.

            “ – Según veis” – concluía desde su cátedra el sardónico maestro, tras de explicar algún precepto jurídico desconocido por una práctica de abusos -, “esto no está al alcance de los catorce millones de imbéciles que componen la República. . .-.”

            “ – Safo, maestro “ – se le ocurrió a Vasconcelos gritar un día desde su banco -.

            “ – ¿Qué dices, muchacho? -”.

            “ – Que le ruego que en mi favor haga una excepción entre los catorce millones. . .-”.

            “ – Pues sin duda eres tú el más presuntuoso de todos -” repuso -. “A ver, ¿cómo te llamas. . .?”

            Días después, desde su pupitre, para interrogar a Vasconcelos improvisó el Maestro, entre burlón y afectuoso:

                                               “En la pálida silueta de los cielos

                                               se destaca tu figura Vasconcelos.”

            Pallares, el hombre áspero, ganó fácilmente su afecto de Vasconcelos. Pero pasaron muchos años antes de que pudiese apresurar todo el alcance de su lucha ingrata contra el medio que los incubaba.

Su último peso por La Divina Comedia, el poder del vuelo espiritual                

            Vagando Vasconcelos desilusionado por el jardín de las Cadenas, costado de Catedral, se detenía a menudo en las alacenas de libros de lance. Era casi una academia popular donde se encontraban el erudito y el vago, el estudiante y el aficionado a lecturas. Por ambas alas de un largo cobertizo de hierro, seccionadas, había puestos donde el público hojeaba, sopesaba los volúmenes, antes del regateo. En torno, los jardines de la Catedral brindaban sus andadores sombreados, donde era grato pasearse. Por el extremo que daba a la calle, el cobertizo terminaba en una pequeña terraza donde se servían los mejores refrescos de limón, de tamarindo y las mejores horchatas de la capital.

            En alguna ocasión, el güero Garza Aldape y él habían emprendido un torneo de ayuno forzoso, después de gastarse la mesada en los toros. Se levantaban tarde para ahorrar el desayuno y el no cenar o no almorzar le llamaban “saltar comidas.” Cierta víspera de la llegada del giro, tomaron por único alimento una horchata en el puesto, con un par de plátanos, y, como postre, un pastel de a centavo, relleno de una pasta desabrida como engrudo. Su situación no había mejorado gran cosa, pero le quedaba un peso en la bolsa raída del pantalón y vacilaba. Vacilaba porque en una fila de abajo, entre los libros escogidos, cantos de oro y percalina roja, estaba de venta una Divina Comedia. Con los dedos dentro de la bolsa alisaba su último peso, antes de darlo; por fin, en un arranque de audacia, lo alargó al librero a la par que ponía el precioso volumen debajo del brazo.

            No supo por qué había retardado tanto tan notoria lectura. Conocedor bastante prolijo de Shakespeare y de la Odisea, de Goethe y aun de Milton, el conocimiento directo de Dante se le había ido quedando aplazado. Le era claro que no estaba al alcance de párvulos, pero su ambición desmedida le había llevado antes a lecturas más complicadas. Discípulo infantil de la Ciudad de Dios y las Confesiones, no se explicaba por qué su madre no usó también a Dante de libro de cabecera. De todas maneras, era lo que más podía haberle gustado, y, leyendo, imaginaba que lo hacía también por ella.

            Vasconcelos avanzaba en la lectura, y -comparó- así como las florecillas inclinadas y cerradas por la escarcha se abren erguidas en cuanto el sol las ilumina, así creció su abatido ánimo, e inundó tal aliento su corazón. Y el suyo clamaba: “Dichoso y bendito. Dichosos de haber nacido a una vida que ha producido también un Dante. Bendito de su amor y su llama. Cuán pequeños se veían los contemporáneos al lado de esta alma espléndida. Y qué asombrosa y justiciera la certeza con que se coloca a sí mismo entre sus seis más grandes: Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucano. En rigor, debió citar tres: Homero, Esquilo, Dante; dejarse en el limbo a los romanos.”

            Porque el ser, guía y maestro de Dante, le llevó a hojear la Eneida, en traducción francesa, pero también que después de La Divina Comedia,escrita en presencia de Dios mismo, no se puede tolerar al poeta servil que alaba a Augusto y el tema lo recibe prestado y lo aprisiona en una lengua antilírica. Dante no sólo no tenía par en toda la literatura, ¡su creación era más que literatura! En Milton advertía el artificio; en Shakespeare cansaba la vena patética de ambición herida y siempre humana. Únicamente Dante, en cada verso, plasmaba una porción de realidad eterna.

            Exaltado, Vasconcelos interrumpía la lectura, poseído de un delirio ideológico. Con desdén apartaba la jerga filosófica de los contemporáneos, petulante y mezquina, incapaz de engendrar una concepción decorosa del mundo. “¡De suerte que aquél era el medievo desdeñado por los positivistas!”, lamentaba.

            El mensaje dantesco no lo estimaba tesis que se discute y se prueba ni el resumen de hechos concordes que sirven para formular una ley . . . era una música que penetra y fortalece, dejándonos ricos para siempre. Nunca lo abandonaría aquellos consejos del Canto Vigésimo Cuarto: “Ahora es preciso que sacudas tu pereza; que no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma. . .”, y “El que sin gloria consume su vida,  deja en pos de sí la misma huella que el humo en el aire o la espuma en el agua. . .” “Ea, pues, levántate. . . domina la fatiga con el alma que vence todos los obstáculos, mientras no se envilece. . . Tenemos que subir una escala todavía más larga. . .”. “ No basta -añadía él por su cuenta- estar atravesando por entre los espíritus infernales. . .” “Si me entiendes, deben reanimarte mis palabras. . .”

            “Ea, levántate”, y del suelo se levantaba una batir de alas. Y como enfrentaban a la oscuridad de su destino, mentalmente le decía: “- Seas como fueres, vamos, que me siento fuerte y atrevido.”

            Y por muchos días cesó el quebranto de sus dudas y también la sed de los apetitos insatisfechos.

            Jirones, torbellinos de pensamiento, descendían, estremecían las fibras de su conciencia, le restituían sus poderes nativos. Y con sarcasmo dichoso clamaba: “¡De manera que esa alma que estoy a punto de licenciar en nombre de la ciencia, es una realidad que tales prodigios engendra, cuando la encarna un Dante! ¡Pues vale entonces más que todos sus negadores!”

            “Ea, levántate. ¿Qué importa la aflicción, si tenemos que subir todavía más alto. . .?” y “No es descansando en blandos cojines como se llega a alcanzar la gloria. . .”

            Newton, y Comte, y Spencer, catalogadores de hechos. . . ninguno merecía el nombre de filósofo. Penetrar la maraña de hechos para descubrir el hilo conductor, remover y animar la entraña de la creación, eso es ser un filósofo.

            Y hubiera querido tener poder para convocar a la ciudad con dianas y repiques, y una vez reunida en las plazas y azoteas, pregonarles la buena nueva, el leit motiv dantesco: “Un mismo amor mueve las almas y las estrellas. Y un júbilo resonante gritaría en todas las bocas: Así sea y danzarían los cuerpos danzas de dicha”, fantasiaba.

            Por lo pronto, la sin par lectura le contuvo en el descenso que le arrastraba. Se desató el poder del vuelo; le hizo ver desdeñables todos los tropiezos.

Los exámenes finales de Derecho Romano y Derecho Civil

            Al volver a los libros de curso para salvar aquel año que se perdía, el contraste hacía sufrir. El Derecho Romano y la Ley Civil eran círculos infernales que debía atravesar sin Virgilios y sin Beatrices, pero peldaños de su escala y se hacía menester treparlos con ánimo sereno.

            Los exámenes estaban encima, y aparte su poco estudio, por no haber asistido al sesenta por ciento de las clases, estaba obligado a tiempo doble en la prueba. Sacrificando las vacaciones, todavía le era posible aprovechar el segundo periodo de examen por diciembre. A la carta en que le comunicaba su deseo de suspender los estudios, su padre había contestado que tuviera paciencia y presentara el examen, que de todos modos, a fin de año hablarían en El Paso. No faltaban camaradas desesperados como él, que se resolvían en uno o dos meses de veladas en torno a una mesa con la marmita del café. Comúnmente se reunían varios en la misma alcoba, aunque alguno estudiase Patología y el otro Química. Los de sueño más pesado, inmunes al café, dejaban periódicamente el asiento para mojarse la cabeza en la palangana del agua fría. En seguida, con la toalla al cuello, volvían a clavarse en la lectura.

            Mentalmente ordenaba los elementos de su futuro oficio. Tendría que ocuparse de las relaciones que se establecen entre el hombre y la cosa con miras a su posesión y disfrute: distinguía las categorías de la cosa; la res-privatae, objeto especial del derecho; la res nullius, que escapa a sus normas o se coloca al margen de ellas; la res pública y la res sacra, las normas peculiares que dan origen a otras tantas ramas de la codificación. Luego, el alcance del derecho sobre la cosa, el jus utendi y el abutendi. El origen de la propiedad simbolizado en la lanza del guerrero victorioso. El homicidio como base del sistema jerárquico de los señores y los esclavos. . . La usucapio y la accesio, el aluvión, la herencia, los medios naturales del dominio. En otro acápite, el sujeto del derecho, los distintos grados de autonomía o de capitis diminutio. Y los principios abstractos de la trama económica y política. Justicia est constans ac perpetua voluntas jus suun quique tribuendi. Dos tomos del Ortolán y no sabía cuántas Pandectas, reducíanse poco más o menos a parecido esquema, suficiente quizá para el examen; añadido un poco de historia sobre las Codificaciones de Justiniano, el Fuero Juzgo y las Partidas.

            Cualquiera que fuese la pregunta que del sinodal o la ficha, buscaría la manera de saltar hasta las generalidades de la supuesta ciencia y consumiría el tiempo de la prueba, simulando un conocimiento cabal del conjunto. Con eso y la definición precisa de ciertas modalidades como las servidumbres y la prescripción, hubo bastante, después de un trabajo de dos meses, para aventurarse al riesgo de las tres erres del reprobado. Con obtener dos notas de mediano, aunque la tercera fuese negativa, se estaba libre de tener que repetir el curso.

            Obtenido un sumario del Romano, resultaba fácil consumar una síntesis del primer año del Civil, suficiente para el salto al segundo. El índice del Código está indicando el plan que abarca. Personas, cosas, contratos. En personas basta considerar la familia ordinaria tal como está constituida en esos días: el padre y su autoridad; la madre y sus derechos; los hijos, la minoría de edad, la mayoría, la tutela. Luego la desaparición de la persona y su consecuencia ante los bienes. Testamento o intestado; codicilos, testamentos y ley hereditaria.

            Al abordar las cosas bastaba recordar las divisiones del ingenio romano, entreverado de lectura de los artículos que determinan las variantes propias de la época o la nación. Las obligaciones constituyen asunto más complicado, pero su desarrollo estaba regalado al curso siguiente. Lo demás, la Sociología, por ejemplo, la calificaba de literatura; de eso ya traía buen caudal desde la época en que se mataba estudiando en la Preparatoria. De paso procuraría insistir en un tema que le parecía decoroso puntualizar. Ya era higt time, como dicen los gringos, de salir al paso a esa conseja de tradición servil que atribuye a Napoleón la paternidad del Código. El caso lo consideraba tan monstruoso como el de los aduladores vernáculos que atribuían a Porfirio Díaz el desarrollo de los ferrocarriles mexicanos, como si fuese el inventor de la caldera de vapor o siquiera alguno de los ingenieros que los construían. Lo que hacía Porfirio Díaz era encarecer el ferrocarril por su régimen de favoritismo y de tiranía, y lo que había hecho Napoleón era volver nugatorios los preceptos del Código, con su política cesárea de fusilamientos y confiscaciones. Era, pues, urgente, que una Escuela de Jurisprudencia, celosa de su justicia reconociese, si gloria había en ello, la de Merlin, el recopilador y redactor del Código llamado de Napoleón por textos y generaciones de esclavos. No sabía cuántas veces dio vueltas a semejante discurso, que adquiría proporciones capitales en su imaginación sobreexcitada por la vigilia, el hambre, la angustia, la lujuria insatisfecha, la ambición desenfrenada.

            De amanuense con su carpeta de leguleyo. La marca de los hombres de deber, a diferencia de los hombres de placer

            Regocijado, al ser invitado de amanuense, lo refirió en la casa y los compañeros no querían creerlo. Le había llegado aviso del Juez Uriarte, lo había entrevistado y le mandaba con un su amigo Notario, que le ofreció cuarenta pesos mensuales. Esa misma tarde comenzaría. Comió de prisa, cepilló la ropa y se lustraba las botas, próxima la hora de entrada, cuando apareció su amiga María Sarabia. ¡Con cuánto afán la había buscado! Pero faltaban veinte minutos para su cita. La sorpresa le dejó confuso. Ella explicó: perplejo se quedó mirando, sin responder. Rápidamente se cruzaron en su interior deseos contradictorios. Algo le dijo que aquella era ocasión única; pero llegar tarde el primer día o no llegar, era, también, catastrófico. Con la impresión de que descargaba sobre sí un rayo, tomó una decisión tajante: No podía faltar a un quehacer, le dijo; la dejó con los compañeros; a la noche, si quieres. Al decirlo sentía que asesinaba su dicha en el momento de tenerla, por fin, en la mano. Al mismo tiempo reflexionó: “Si fallo a la primera tarea faltaré después a las otras, y mi suerte se habría derrumbado en el momento que podía levantarla. Había dado mi palabra de estar puntual; me lo debía a mí mismo; no era digno vacilar. Y me fui desgarrado y pensativo.”

            Desde aquel instante quedó marcado: pertenecía a la casta de los hombres de deber, a diferencia de los hombres de placer. En adelante seguiría inflexible. El sacrificio le hacía daño, pero le entonaba. Con paso ligero marchó por la ruta del éxito, dejando atrás, abandonada, la dicha.

            El aire tranquilo y tono afable de su primer patrón y el dictado sobrio que le hizo escribir, absorbieron la tarde. Antes de despedirse conversó con él el Licenciado: Le complacía servir a Don Jesús, dándole trabajo; tendría toda su confianza. Regresó a su vecindario pensativo; casi temía llegar. Por momentos, una loca esperanza le llevaba a imaginar a María todavía en su cuarto esperándolo. En seguida se convenció de haberla perdido para siempre. No tuvo que preguntar. Al llegar a casa irrumpió el prudente Nacho: “Qué bruto eres. . .; esa mujer venía a entregarse. . . y no la volverás a ver. Se ha marchado ofendida.”

            Por la noche, su almohada recogió las primeras lágrimas tributadas a la necesidad de ganar el pan. Y desde el día siguiente la carpeta de leguleyo cobijó bajo su brazo las amarguras del decepcionado.

            Era parte de su tarea visitar, después de clase, los Juzgados para tomar nota de los acuerdos en unos cuantos asuntos que con la Notaría llevaba su Licenciado. La tarde se empleaba en la copia a mano de escrituras. . . Los asuntos se despachaban con lentitud. Su jefe, Aguilar y Marocho, descendía del ministro de Maximiliano, señalado como traidor en los textos oficiales de la historia escrita por el liberalismo. Si en vez de triunfar los liberales se impone el Imperio, los traidores hubieran sido los gobiernos de la Reforma, con la prueba irrefutable de las concesiones de tierras a compañías extranjeras y la oferta a Washington del istmo de Tehuantepec. Sin embargo, a causa de que sus familiares eran burócratas del régimen reformista, y también por virtud de su educación en escuelas públicas, compartía el odio al Imperio y el cariño a Juárez. Y no sólo cariño, aun culto, pues cada 18 de julio asistía al Panteón de San Fernando a la tenida blanca de los masones, con pebeteros de luz verde en torno del sarcófago y discursos que lo comparaban con Cristo. Bien es verdad que desde entonces los estudiantes comentaban la vaciedad, la pobreza ideológica de los liberales y sus maestros europeos. Voltaire, Rousseau, Diderot; de todos los enciclopedistas no se sacaba un verdadero filósofo. Le inspiraba curiosidad el caso de su jefe, vástago de un conservadurista quintasenciado y vencido. Parecía que una derrota sin esperanzas truncaba en él toda ilusión, dejándolo, a pesar de todo, bondadoso y honesto. Su actitud escéptica, reservada ante los hombres, contrastaba con su serena fe de creyente. Trabajaba con tesón y esmero. Cobraba poco, vivía como asceta, en la bolsa escondía un devocionario y emitía juicios sinceros: “Ese es hombre bueno.” Así opinaba del Juez Uriarte. De los rematadamente pícaros decía: “Mucho cuidado, mucho cuidado; sea usted prudente.” O por excepción y si el caso le parecía peligroso, se acercaba y en voz baja advertía: “Ese es malo. . .  -.” Algo de la experiencia en el fracaso del padre recaía en el hijo. Sin duda andaba por la República, diseminada, toda una generación del tipo de su jefe, laboriosa, patriota y honesta, que a diario oía cómo a sus progenitores los acusaban de traición los mismos que, en contubernio con el extranjero, vendían los recursos nacionales, comprometían el futuro moral de la Patria.

            No obstante la simpatía que le inspiraba su jefe, la rutina no podía ser más penosa. Tener en la cabeza la ambición de escribir un ensayo sobre la manera como la voluntad de Schopenhauer se transforma en goce estético, y en las manos una pluma que copia las cláusulas de una compraventa de inmuebles, constituía un suplicio refinado y agotador. Pero su buen sentido práctico ya desde entonces le anticipaba la frase que después conoció en Nueva York: The only bad job is no job. . . El único mal empleo es el sin empleo. . .  . Ni un instante pensó en renunciar, y se cuidaba de complacer aumentando siempre la faena rigurosa de cada día. Necesitaba vencer la indigencia; ganarse la vida, ¿no era la primera obligación del filósofo? Ya después habría tiempo para escribir torrentes de ideas. Delante de sí se alzaba, emuladora, la imagen de Espinosa, vidriero óptico, rebelde, solitario y proscrito, formulando a la postre, y a pesar de todos los yugos, el mejor libro de su tiempo.

            En realidad, estaba muy lejos de la fuerza de carácter y el amor de la sabiduría que nos aparta de la pereza y de las fáciles satisfacciones de la sensualidad. Metido en su cuarto de estudiante, pasaba las horas del anochecer frente a los libros; pero bastaba que una guitarra gimiese a distancia, para que toda la melancolía del mundo pesara sobre sus hombros. Y se dejaba ir por el océano de las divagaciones estériles, terribles enemigos del alma, desgaste y masturbación de la fantasía. Borracho de devaneos absurdos, se levantaba de pronto el resorte del apetito en brama. En la habitación vecina ya estaba congregado el círculo de los atormentados genéricos, entregado a desvaríos conceptuales. Tras de la última confidencia galante surgía la exigencia del goce inmediato. Dentro de la misma vecindad, ciertas jóvenes que no los saludaban les regalaban canciones a dos voces con brío, rematándolas con una exclamación de sabor campesino: ¡zancas de gallo copetón! Una ardorosa incitación al goce hinchaba el timbre de sus voces. Con frecuencia salían de allí en busca de la ocasión, tomándola si se ofrecía, robándola si era preciso, pagándola si para ello daba el bolsillo.

            Los últimos cursos, con prisa y con desdén ostentoso

            Corta fue su permanencia en la Notaría. El Juez Uriarte le consiguió, por fin, un puesto en su Juzgado, el último de la planta, pero bien pagado por gratificaciones por copia de documentos y honorarios de traductor. De los Estados Unidos llegaban infinidad de actas, compraventas, poderes jurídicos escritos en inglés. Los presentaba el abogado con su traducción, la cual verificaba un perito nombrado por el Juez. Habitualmente el Juez designaba el perito indicado por el mismo cliente; pero cada vez que lo dejaban libre lo nombraba a él. El nuevo trabajo le ocupaba toda la mañana; tenía que faltar a ciertas clases; para ir a otras se escapaba. La práctica del tribunal le ahorraba la asistencia a cursos como Procedimiento Civil, cuyo examen dio sin haber asistido a clase. Sólo para los cursos substanciales, el Penal, la Economía Política, el Mercantil, cuidó la asistencia. De todas maneras, seguía. En una ocasión, precisamente en Procedimiento Civil, le dieron calificación inesperadamente alta. Su pase usual era por tres medianos, el mínimo para no repetir; y por no tener a su favor asistencias, había expectación. Salió del examen y lo inquirieron los compañeros, como de costumbre, los puntos de la boleta; alargando ésta, prorrumpió: “Me sobró calificación.” Había logrado dos B y un mediano.

            En realidad, vivía inmensamente atareado. Las horas del Juzgado eran cortas, pero abrumadoras. Y llevaba un curso doble para terminar la carrera de cinco años en tres y medio, como lo logró. Y no era un desprestigiado como estudiante, porque veían todos su paso de exhalación por los cursos, y para siempre casualidad y audacia era ya mucho que no lo reprobasen en una sola materia. Debía, pues, de existir algún otro factor además de la suerte. Al llegar la época de preparación de los exámenes, buscaban su compañía los más respetados alumnos. En aquellas horas finales devoraba páginas, exprimiendo, condensando lo indispensable para el éxito.

            Su atención total y amorosa no iba él a desperdiciarla ni en Dalloz y Laurent ni en Leroy Beaulieu, ni siquiera en el simpático penalismo de Garófalo. Para leer todo aquello empleaba un sistema óptico que avizora el sujeto, el predicado de la oración, la esencia del párrafo, sin detenerse en adjetivos ni en sorites. De este vol plané salían como en panorama cuadros y esquemas, índices y conclusiones. Sólo en un texto halló resistencia de materia esponjosa, viscosa: un Ahrens que les imponían en Filosofía del Derecho. Lo ponía de lado con arrogancia. ¿Qué tenía que ver el Derecho con la Filosofía?

Postulante y Tesis profesional. En el Juzgado civil

            Lentamente había ido escapando de la abyección de sus fiestas estudiantiles. El teatro Arbeu contribuyó a libertarlos. En grupos ocupaban la galería para aplaudir a las mujeres geniales de la escena italiana, cuya aparición dejaba hondas huellas de arte. Pero quedaba la hora terrible de la melancolía y la tentación: al atardecer. Para distraerse empezó a visitar la casa de Don Francisco Pascual García, abogado oaxaqueño de la generación posterior a la Reforma: indio casi puro. Don Francisco había sido magistrado en San Luis y era conocido como escritor de nota y una de las columnas del partido católico. De trato fácil y chispeante, su gordura rivalizaba con su simpatía y su ingenio; le sorprendía que los hombres mejor dotados de aquella época no dejasen obra social ni escrita. Sin duda los agobiaba el medio. El himno diario de toda la prensa, de toda la intelectualidad, en alabanza de la medianía homicida encaramada en la presidencia desde los días de Bustamante y con diversos nombres, iba deformando el criterio y lo llevaba a perder la noción y el amor del héroe.

            Don Pascual se metía con toda la familia librepensadora. De Renán afirmaba que era un genio al revés, porque habiéndose propuesto demostrar la humanidad de Cristo, quedaba convencido y convencía de su divinidad. A Comte no le concedía ni el rango y se limitaba a ridiculizarle los amores con madame de Vaud. A Rousseau lo trataba de loco, y a Jorge Sand, de libertina. De su biblioteca leyó la Indiana y Lelia y las novelas de Hugo con Las Contemplaciones. Una mesa llena de papeles en desorden, un estrado de sillones de cuero y anaqueles de libros por los cuatro costados de la habitación, era el sitio de las tertulias en que disertaba de literatura o de filosofía con un diputado conservador, Aldasoro, y algún visitante.

De pasante

            En el Juzgado duró poco porque su jefe Uriarte, ascendido a senador, abrió bufete y lo llevó consigo. El porfirismo sometía a sus jefes a la disciplina de la humildad. El Licenciado Uriarte, cincuentón provinciano, acomodado, sobrino y heredero de un obispo, sirvió largos años el humilde Juzgado de lo Civil, de la capital, hasta que la mano todopoderosa del Caudillo premió su fidelidad. Tras la prueba de la obediencia, ahora entraba en la del servilismo. En la Alta Cámara se halló de colega a otro provinciano, solo que iletrado y adusto: el señor Carranza, que, nada soñador, ni sospechaba que un día próximo iba a resultar revolucionario. No se toleraba a los senadores otra actividad que poner la firma sobre los decretos que periódicamente mandaba Don Porfirio. Por eso, los que tenían profesión la ejercían: Carranza, indocto, dedicaba sus ocios a la lectura del México a Través de los Siglos, especializándose en los métodos gubernamentales de Santa Anna: nada de contabilidad científica a lo porfiriano; las aduanas, a los compadres, y en materia de cuentas, ni pedirlas ni rendirlas.

            Los senadores tipo Carranza nunca renunciaban a sus cargos; jamás se hubieran dado posición propia ventajosa. Don Jesús Uriarte pudo renunciar y seguir obteniendo ganancias en su profesión. Pero el funcionamiento porfirista, aparte de burocracia, había llegado a constituir una especie de nobleza, codiciada aun por los capitalistas. Confería privilegios negados al común de los mortales y garantizaba la seguridad personal. Daba patente de impunidad y gloria cortesana. Muchos funcionarios porfiristas fueron honorables. A muchos despidió Carranza porque no se avenían al estilo de rapiña y desorden. Pero cuidaba siempre Don Porfirio de mezclar, a los ocho Jueces de la capital, a los veinte Magistrados de la Suprema Corte, dos o tres reconocidos bribones para forzar sentencias en los casos que le convinieran. Los honrados se doblegaban consolándose con no ser los autores, sino apenas encubridores de la corrupción de la justicia. De los concusionarios y serviles decía el Caudillo -era su léxico de estadista romo y vulgar- que eran el retrete necesario en toda casa. Por lo demás, a diario, las víctimas del civismo eran arrancadas de sus hogares para el fusilamiento, sin que jamás protestase ningún magistrado. El mismo silencio que ha vuelto a amparar al callismo sellaba ya los labios de los Jueces de la Suprema Corte. Y el mismo Don Jesús, incapaz de vender la justicia, hubiera sido también incapaz de renunciar, así lo hubiese nombrado policía honorario el Caudillo.

            Don Jesús no era hombre de libros; conocía su profesión de abogado práctico, y le dedicaba las mejores horas del día. Los domingos, después de misa, paseaba en coche por Plateros y en la tarde visitaba con su familia la casa de algún personaje amigo. Comía moderadamente y dormía sus ocho o nueve horas diarias. Alto, blanco y enjuto, barba azulosa y bigote recortado, cabellos negros, peinados con esmero sobre la frente escasa, era feo, varonil, elegante. Le gustaba a Vasconcelos su manera directa y lacónica de redactar sus demandas; ni adornos curialescos ni recargos de citas: “Hechos claros y ley aplicable al caso”, decía. Y lo lograba. Llegado el momento de informar en las salas, solía decirle: “A ver, usted que lee tanto, búsqueme por ahí algún relleno para este alegato.” Registrando el Baudry Lacantinerie, el Laurent o el Manresa, le proporcionaba entrecomillados. Después de todo, pensaba Vasconcelos, esta meretriz, la Jurisprudencia, no merece mejor trato que el que le otorga Don Jesús razonando a empellones y destrozando el estilo. Comúnmente ganaba los pleitos.

El Ateneo de la juventud y el anhelo de una experiencia capaz de justificar la validez de lo espiritual dentro del campo de lo empírico

            Su agrupación la inició Caso con las conferencias y discusiones filosóficas, en el salón del Generalito, de la Preparatoria, y tomó cuerpo de Ateneo con Enríquez Ureña, espíritu formalista y académico. Lo de Ateneo pasaba; pero llamarle de la Juventud, cuando andaban en los veintitrés, no complacía a quien, como él, se sintió siempre más allá de sus años. Era como ampararse en la minoría al comienzo de una batalla iniciada antes del arribo de Pedro Enríquez. La batalla filosófica contra el positivismo. El abanderado fue siempre Caso, y su apoyo Boutroux. El libro de éste sobre la contingencia de las leyes naturales, hábilmente comentado, aprovechado por Caso, destruyó en el ciclo de conferencias toda la labor positivista de los anteriores treinta años. No pudo decir Vasconcelos que a él también le impresionara el libro. Negativo en sus conclusiones, no le importaba gran cosa el problema de si las leyes de la ciencia eran simplemente sumas de experiencias o coincidían con la necesidad lógica; lo que Vasconcelos anhelaba era una experiencia capaz de justificar la validez de lo espiritual dentro del campo de lo empírico. Y esto creyó deducir de Maine de Biran y su teoría del sentimiento ideológico del Ateneo. Racionalista, idealista con Caso, antiintelectualista, voluntarista y espiritualizante en su ánimo.

            Por su parte, los literatos Pedro Enríquez Ureña, Alfonso Reyes, Alfonso Cravioto, imprimieron al movimiento una dirección culturalista, mal comprendida al principio, pero útil en un medio acostumbrado a otorgar palmas de genio al azar de la improvisación y fama perdurable, sin más prueba que alguna poesía bonita, un buen artículo, una ingeniosa ocurrencia.

De postulante. Entre los ríos de dólares y oro

            En el edificio de la Mutua, hoy Banco de México, en el quinto piso estaba el bufete Warner, Johnson y Galston, abogado de Nueva York. A Vasconcelos le fue asignado un cubículo, como auxiliar. Desde su ventana observaba la cimentación del Teatro Nacional. Imaginaba el estreno, con una gran ópera, especie de Aída azteca que para entonces escucharía de frac en palco de gala. Por lo pronto, y pese a su elegante moblaje de caoba, no pasaba aún de la categoría de gestor judicial. Sin réplica aceptaba todo el trabajo. El instinto del hombre sin apoyos, sin ventajas iniciales, le hacía comprender que cuanta más tarea le dieran, más firme se haría su posición y mayor oportunidad de mejorar. El trabajo era afanoso, pero sencillo: Legalización de compraventas de tierras, o minas, consumadas en los Estados Unidos; organización de sociedades anónimas; redacción de contratos, cobranzas y pocos juicios. A menudo le tomaba más tiempo que las gestiones de la calle. Cada día su jefe inmediato, Zentella, procuraba trabajar menos, en tanto que él se alegraba de trabajar más, fiado en la justicia inmanente que, tarde o temprano, asigna a mayor trabajo mejor paga.

            El jefe de la oficina, mister Warner, era de gesto de puño apretado y propio de los yanquis de la época de McKinley y el primer Roosevelt. Por afición de pioneer y ánimo imperialista, comprometía su posición en Nueva York con la aventura de una sucursal en México. Soñando ganancias fabulosas en un futuro inmediato, derrochaba, por lo pronto, en un costoso tren de empleados y de oficinas. Oyéndolo hablar media hora, se salía convencido de que los dólares tendrían que llover. Lo de México era para él una estación importante, pero de ninguna manera el fin de sus empresas. Sus negocios abarcarían el continente. Contagiado de su optimismo, le anticipó a pedirle la dirección de su futura oficina de Buenos Aires. Por lo pronto, al retirarse Zentella, le ofrendó un aumento en el sueldo. Lo aceptó reservando su derecho, un poco teórico, de tener clientela propia.

            Quedó convencido que, a pesar del ascenso y en vista de su inexperiencia para asuntos de mayor importancia, se consultaría a abogados notables o se contrataría un consultor de planta. Al principio, poco veía a Warner, siempre metido en conferencias con personajes de la Banca o las empresas o ausente en idas y venidas a Nueva York. Trataba los asuntos con mister Johnson.

            Algunos domingos tuvo que acompañar a Johnson al golf. Fingiendo que le divertía, pegaba bastonazos a la pelotilla, lamentando tener que seguirle la pista cuando el panorama invitaba a la contemplación libre, como los ojos de un pájaro. Mister Johnson, yanqui, de raza inglesa, no llegó a acomodarse a la vida áspera de la colonia americana. Le suspiraba a su Nueva York y se marchó sin esperar el río de oro que, según Mister Warner, pronto los iba a inundar.

            La posición de Vasconcelos en el despacho seguía siendo ventajosa, libre de rivales y abrumado de quehacer, y se consolaba pensando: Vengan cinco años de tarea intensa, bien remunerada, y en seguida me retiro para estudiar, para vivir.

            Pocos meses después de la salida de Zentella y de vuelta de unos de sus viajes de Nueva York, Mister Warner lo llamó. Como siempre, volvía lleno de proyectos; además, traía la representación de un nuevo grupo de banqueros. Y añadió como de paso: “- En Nueva York encontré al hombre que necesitábamos; un buen auxiliar de usted en los negocios de influencia…un joven abogado muy rico, Very brillant.

            Vasconcelos pasaba el tiempo ocupado en labores jurídicas y sueños de enriquecimiento rápido. Sus entradas aumentaban, pero al mismo ritmo que sus gastos. La tristeza de una faena penosa, contraria a sus gustos, se acentuaba al atardecer. En la hora melancólica lamentaba los días que corrían sin que una sola acción ilustre los llenase. Sus hermanas arreglaban más o menos su vida en Tacubaya y él se quedaba a vagar por las calles, a conversar con los amigos en la tertulia de la calle de Plateros. Allí los propósitos fantásticos remataban en desahogos de sensualidad cuya ráfaga embota el Juicio.

La liquidación del pendiente matrimonial con las cadenas de azares. Confesión sin comunión, contradicción de la que derivó la mitad del fracaso de toda su carrera posterior.

            Su antigua novia se hallaba por Oaxaca; pero su cuñado Arnulfo venía seguido a la capital. Un día le habló disgustado; Vasconcelos debía formalizar sus relaciones con su hermana o romper; le hacía perder el tiempo, etc., etc. Sin réplica le manifestó su decisión de cumplir su palabra. No lo había hecho y aun pensarlo le daba pereza, primero por el riesgo de los hijos; no quería cadenas, presentía los azares que le aguardaban; en segundo lugar, porque era partidario de hacer primero economías. Pagar la casa antes que el banquete de bodas. Detestaba la imprevisión de echar hijos al mundo sin garantizarles el pan. Lo que no añadió es que eróticamente le gustaba el cambio, la revelación de la belleza nueva. Pero su largo compromiso le decidió: “Será una aventura agradable, un amor limpio entre tantos turbios” – pensó -. “Uno o dos años juntos, después un divorcio a la americana, cada uno por su lado.” Allí estaba precisamente Warner, listo a casarse de nuevo, después de un divorcio que no le dejó otra carga que el pago de una pensión de alimentos a la primera Mrs. Warner. Para todo esto hacía falta dinero. Sus íntimos propósitos se contrariaban con la boda; pero no había más remedio; era urgente liquidar aquel pendiente. Siempre había juzgado que un compromiso se liquida cumpliéndolo.

            En menos de un mes se arregló la ceremonia. Hasta Tlaxcala fue con sus hermanas y su padre, de paso en la capital. De ropa de lujo él no tenía sino el smoking para los partidos de poker del University Club. Un amigo le prestó la levita. En el programa figuraba una comida a la que asistiría el gobernador Cahuantzin, célebre indígena de la política porfiriana. Se opuso alegando que no quería sentarse a la mesa de un incondicional de Don Porfirio. La pasión política comprimida le hacía caer en ridículas pequeñas releídas. La hinchazón de su vanidad necesitaba golpes de la experiencia, que la reducen. En verdad, se preguntaba: “¿hay algo más insoportable que un joven oscuro e inédito que se cree con derecho a la fama?” Sus extravagancias, aunque torpes, eran también, en cierto modo, reacción contra el agobio de un modo de vida corriente y vulgar. Malhumorado y apenado porque le separaba de sus hermanas, al poner casa aparte, se lanzó “a la aventura matrimonial que rara vez nos suelta, por más que al iniciarla confiemos en azares que habrán de romperla.”

            Por lo pronto, el instinto hizo su obra; encontró bella a la novia. En la misma Tacubaya improvisaron casa con media docena de muebles, varias cajas de vinos fijos y estuches de perfumes. Unos días después, viaje de bodas a Chapala. Paseos en bote y vida de hotel. Cierta noche estrellada, en el banco de un jardín rústico, mirando la inmensidad celeste, confusamente dio suelta a su afán; interrogaba al destino; halló dulce paz. Pensó arrancar a su amada un voto de unión eterna por los mundos del firmamento; cuando ya iba a hablarle en este tono excesivo, le despertó ella a una realidad que halló miserable: “-¡En casa faltan algunos trastos! ¡Los domingos por la mañana irían a la Alameda. . .; los jueves por la tarde, al Fábregas. . .!-.” Precisamente contra la simpática Compañía Nacional tenía él un rencor injusto y pedante. No perdonaba a su artista nacional que se atreviera con La Dama de las Camelias, puso por caso, después de la Reiter, y las otras italianas. “- Pero si no entiendo el italiano -decía su esposa-, y creo que ni tú -.” “- Pues ahora lo aprendes” – respondió ya irritado.

            Para consumar el matrimonio religioso había tenido que confesarse. Lo hizo bien recomendado al párroco por las relaciones eclesiásticas de sus hermanas. Se acusó de toda clase de pecados menudos; ninguna hazaña, ni de santidad ni de crimen. Enrojeció de humillación; por no poner en riesgo la concesión de la cédula, no se atrevió, por ejemplo, a decir: “- No creo en la resurrección de la carne, ni la deseo. No quiero estar obligado a bañarme por toda la eternidad y no puedo dejar de bañarme porque tengo narices. No soy Unamuno ni Swedenberg; quiero un más allá sin sudor, así tenga que sacrificarle mi sombrero viejo -.” No se atrevió, y porque no había sido totalmente sincero, se abstuvo de comulgar. Esta privación le fue dolorosa; lo había sido siempre. Pero aparte de cuestiones de credo, le había detenido la consideración de no ser digno, puesto que había de recaer en el apetito, la arrogancia, la sensualidad.

            Como un proscrito escuchó la misa matrimonial, doliéndose de no haber participado de la hostia que se eleva en la misa. Quizá era toda su vocación la que traicionaba, contrayendo compromisos incompatibles con su verdadera naturaleza de eremita y combatiente. Sin duda, de aquella contradicción consideró que derivó la mitad del fracaso de toda su carrera posterior.

¿Qué puesto ocupa el Derecho en el concierto de las causas? ¿Cuál es la índole íntima del fenómeno jurídico? ¿Qué relación hay entre el acto jurídico y la ley más general de la ciencia, la ley de conservación de la energía? Su tesis profesional, la Teoría dinámica del Derecho

            Vasconcelos finalmente terminó su carrera de Derecho. Para entonces, su acción ya en el Ateneo de la Juventud, igual que en círculos semejantes, la consideró siempre mediocre. Lo que creía tener dentro no era para ser leído en cenáculos ni para ser escrito. Cada intento de escribir le producía decepción y enojo. Se le embrollaba todo por falta de estilo, decía; en realidad, por falta de claridad en su propia concepción. Además, no tenía prisa de escribir; antes de hacerlo le faltaba mucho que leer, que pensar, que vivir. Algunos de sus colegas lo comprendían y afirmaban su esperanza en lo que al cabo haría. No faltó, sin embargo, el literatuelo precoz y más tarde fallido, que le dijese, como negándole el derecho de ateneísta: “Bueno, y tú ¿qué escribes, qué haces?”. Le respondió, deliberadamente enigmático y pedante: “Yo pienso.”

            Con todo, se acercaba la fecha del examen profesional y era menester presentar una tesis. Ningún tema jurídico le interesaba. La Economía Política la había estudiado como el que más, rebatiendo al catedrático el supuesto carácter de ley que daba a la oferta y la demanda, oponiendo al Leroy Baulieau del texto, los argumentos socialistas a lo Lasalle y Henry George. Eliminando aquí y allá, seguramente recordó sus tempranos interrogantes de bachiller: el secreto de los procesos del pensamiento; la teoría de la voluntad o la psicología del amor. Llegó, por fin, a la única pregunta que le había interesado en relación con la disciplina jurídica: ¿Qué puesto ocupa el Derecho en el concierto de las causas? ¿Cuál es la índole íntima del fenómeno jurídico? ¿Qué relación hay entre el acto jurídico y la ley más general de la ciencia, la ley de conservación de la energía? En otros términos: deseaba ensamblar en la doctrina de la Preparatoria la práctica de Papiniano.

            Para ello urgía otorgar al Derecho un valor conexo del Principio general del saber de la época. Así como para el romano, la lógica aplicada a las relaciones sociales dio la norma jurídica, ahora había que buscar las funciones sociales, y más especialmente los conflictos de apetencia dinámica; con sólo enunciarlo ya tenía marcado el camino; pero el momento era tímido. Todos sus compañeros escribían a base de citas y entre comillas. Los libros del propio Caso dan fe de esta tendencia erudita. Los literatos de su grupo no se decidían a escribir, por ejemplo, una novela; se gastaban en comentarios y juicios de la obra ajena a lo Enríquez Ureña, que les hacía de maestro. Atenido a su propia audacia, buscó analogías del acto jurídico con el acto voluntario de los psicológicos, con el acto biológico, con el proceso químico y, finalmente, con el mecánico. Tal y como se solucionaban los conflictos de fuerza, así deberían solucionarse, en una sociedad perfecta, los jurídicos. En teoría, quien más haya menester de una cosa, quien más ponga en ella apetencia y voluntad, ese debe ser su dueño. En torno de estas apetencias sinceras, la sociedad debe obrar como en la composición de fuerzas, colaborando con los deseos nobles, vigorosos, pero libres de mezquindad. Le hacía falta discutir las ideas antes de escribirlas.

            Con Caso se puso a hablarlas, le ayudó con su instinto de sabio y su visión lúcida. Él no estaba conforme con su ocurrencia; el Derecho era un fenómeno social; no aparecía donde no había coacción; no era legítimo concebir el Derecho como un impulso natural; menos como una fuerza. En torno al Tratado Etico Político,de Espinoza, discutieron largamente. Fundándose en el libro de Fouillé, sobre las ideas fuerzas, objetaba ya que aun la ideación, fenómeno más imponderante que la voluntad manifestaba en el Derecho, era asimilable y debía serlo al concepto de fuerza, noción física de toda la filosofía, noción moderna.

            Escribió sobre el Derecho como fuerza y dinamismo interno de las relaciones sociales. Partiendo del concepto primordial de impulso, procuró determinar de qué manera, dentro del juego múltiple de la dinámica, emerge la oposición jurídica tan fatalmente como choca y se combina la fuerza de los remos y la fuerza de la corriente en el bote que sube el río. . . Sus conclusiones fueron las siguientes:

              “El estado actual de la ciencia jurídica es el resultado de la fusión de los productos de muchas épocas. Así que todas las necesidades sociales hayan pasado por el período de agitación que suscitan cuando se sienten intensamente y se reúnan los resultados obtenidos durante esos períodos en la armonización de los conflictos que hicieron nacer, entonces podrá verse la organización jurídica en el término de su desarrollo y quizá hasta entonces acomodará sus preceptos a las normas de principio natural de justicia y de la ley de distribución de energía.

                 … Aceptamos, pues, la época presente; recibamos este industrialismo vulgar como transición dolorosa y necesaria que prepara un porvenir mejor. No están con él nuestras simpatías; pero perdonémoslo, porque no lo ahoga todo; aunque el trabajo y las máquinas invadan la tierra, siempre quedará en los cielos un espacio azul donde guardar los ideales. Nuestra raza latina, poco adaptada para las tareas groseras, no irá a la cabeza de los pueblos llevando el estandarte triunfal en estas luchas casi mezquinas: seguirá, resignada, un movimiento que comprende necesario y conservará su vigor intacto para cuando el ideal florezca, para cuando los industriales hayan puesto al alcance de todos la riqueza y sea la vida un largo ensueño de contemplación y de infinito”.

            Cuando llegó a definir así: “Concepto Dinámico del Derecho”, sintió pasar por la frente un relámpago. Antes que a nadie, leyó sus cuartillas a Caso. . . “Es curioso – le observó Caso -; ha escrito usted bastantes páginas sin hacer cita y sin perder de vista su fin; es original su trabajo y lo felicito”.

            Y su enhorabuena fue sincera porque, consciente Caso de su propio valer, no conocía la envidia y era por naturaleza generoso.

            Palabras finales

            Sin discutir los méritos de José Vasconcelos como filósofo -además de educador, escritor y político, como quedó acreditado en este breve ensayo-, antes de incluirlo en la selecta nómina de iusfilósofos mexicanos, me preguntaba: ¿cabe en ella? ¿Se le puede considerar como filósofo del Derecho o jurista?

            ¿Por qué mi duda en incluirlo? Dudé porque, aun cuando ciertamente realizó, en la forma singular que nos relató, los estudios de Derecho; a pesar de que escribió una tesis profesional de alto alcance y grado de dificultad, con interrogantes primariamente filosóficos y científicos, y aun cuando ejerció temporalmente la abogacía, no se dedicó de lleno ni a la Filosofía del Derecho ni a la Ciencia del Derecho, en otras palabras no fue Filósofo del Derecho ni Jurista.

            Considérese que Vasconcelos vivió y estudió Derecho en una época en la que prevalecía la teoría tradicional, heredera de las fuertes corrientes decimonónicas del iusnaturalismo y que no fue sino hasta años más tarde en que primero John Austin, en Inglaterra, y medio siglo después Hans Kelsen, en Viena, decidieron tomar un nuevo camino en el campo de la Jurisprudencia, el formalismo, positivismo o realismo, deslindándola de las impurezas de la Sociología, de la Ética y de la Política.

            Es curioso observar cierto paralelismo en los iniciales rasgos biográficos de Kelsen y Vasaconcelos: ambos nacieron en 1881 y Kelsen se doctoró en Derecho en 1906, mientras que Vasconcelos obtuvo su tituló en 1907. Pero bien pronto tomaron veredas distintas hacia comarcas emparentadas del pensamiento y la acción: la Jurisprudencia y la Política.

            Por otra parte –y en referencia a los maestros cuyo esbozo biográfico ilumina la Filosofía del Derecho mexicana del siglo XX-, cuando Vasconcelos se recibía de abogado en la UNAM, 1907, Mario de la Cueva era un niño de 6 años, Luis Recasens Siches de 4 años, Oscar Morineau de 3 años, Eduardo García Máynez y Rafael Preciado Hernández estaban en el vientre de su madre y tres años después nacería Guillermo Héctor Rodríguez.

            Habiendo sido dotado de un genio intelectual y discípulo de Antonio Caso, como lo fueron, entre otros, Eduardo García Máynez, creo con firmeza que si hubiera cultivado de tiempo completo el Derecho, sea desde su ciencia, o desde el piso más arriba, su filosofía, hubiera alcanzado la misma estatura.  

            A pesar de lo anterior, resolví incorporarlo, entre otras razones, porque se trata de un mexicano de excepción que estudió nuestra carrera y que, habiendo cultivado la filiosofía, pasado el tiempo, el juicio de la historia lo reconoce como un ejemplo para la juventud estudiosa de nuestra disciplina, a quien van dirigidas todas las enseñanzas en el aula y en mis libros, y porque se le admira como inspirador y fundador de nuestra Universidad de Sonora y autor de su lema: “El saber de mis hijos, hará mi grandeza.”      

Verano del 2005.

Fuentes:

DICCIONARIO PORRUA DE HISTORIA, BIOGRAFIA Y GEOGRAFIA DE MEXICO, 4ª edición, Editorial Porrúa, México, 1976.

ENCICLOPEDIA HISPANICA, Tomo 14, 1ª edición, 1990, Editorial Enciclopedia Británica Publishers, 1990.

ENCICLOPEDIA MEXICO, Volumen 12, 2ª edición, Editorial Enciclopedia de México, 1977.

GARRIDO Luis, Datos biográficos, Bibliografía y La doctrina Moral de Vasconcelos, en José Vasconcelos, Cuadernos de Sociología, Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1963.

RODRIGUEZ ESPINOZA Héctor, ¿En verdad escribió Vasconcelos que ‘En Sonora termina la civilización y comienza la carne asada’?, Búsquedas Itinerantes, Hermosillo, Son., México, 1996.

——, José Vasconcelos, Sus primeros recuerdos en Sásabe, Sonora, Revista del Instituto Sonorense de Cultura, Hermosillo, Son., México, 1998.

VASCONCELOS José, Teoría Dinámica del Derecho (Tesis profesional), en Jose VasconcelosObras Completas, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1957. 

——, Ulises Criollo (Autobiográfica), en José Vasconcelos, Obras Completas, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1957. 

——, Obras Completas, Presentación, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1957. 

¿EN VERDAD ESCRIBIÓ VASCONCELOS QUE “EN SONORA TERMINA LA CIVILIZACIÓN Y COMIENZA LA CARNE ASADA”? Aclaración de un mito trascendental

Héctor Rodríguez Espinoza

            a). Brevísima semblanza del maestro.

            José Vasconcelos (1882-1959) nació en Oaxaca; de niño vivió en Sonora, Coahuila y Campeche, por desempeñar su padre un cargo aduanal.

            Estudió en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, recibiéndose de abogado en 1907. Se consagró apasionadamente al estudio de la Filosofía y de la Literatura. Fundó y presidió el Ateneo de la Juventud en 1909, al lado de otros intelectuales.

            Participó en el movimiento revolucionario, afiliado al maderismo.

            Al triunfo de la rebelión aguapretense de 1919, el presidente Adolfo de la Huerta lo nombró Rector de la Universidad de México, cargo que desempeñó en los años 1920-1921. En este último año logró que el Gobierno restableciera la Secretaría de Educación Pública y Obregón lo nombró Ministro de la misma, desempeñándose en el período 1921-24.

            Organizó el Ministerio en tres Departamentos: Escolar, de Bellas Artes y de Bibliotecas y Archivo. Invitó al país a Gabriela Mistral y Pedro Enríquez Ureña. Impulsó la escuela de misioneros rurales y promovió la pintura mural. Editó la revista El Maestro, el Semanario La Antorcha y una serie de clásicos de la literatura universal.

            Por diferencias con el régimen se alejó del país, regresó en 1928 y el año siguiente lanzó su candidatura para Presidente de la República. Después de la derrota, aunque persuadido de haber ganado legítimamente las elecciones, volvió a exiliarse y regresó hasta 1940.

            Fue Doctor Honoris Causa por la UNAM y por las Universidades Nacionales de Puerto Rico, Chile, Guatemala y El Salvador. Miembro del Colegio Nacional, perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua.

            Su vasta obra fue recogida por la editorial Libreros Mexicanos Unidos y comprende cerca de un medio centenar de ensayos y libros de Derecho, Filosofía, Historia de México, Metafísica, Etica, Sociología y cultura en general.(1)

            b). La edición de los clásicos ante la ignorancia del indígena. Una anécdota.

            Precisamente por su labor desarrollada al frente de la Secretaría de Educación Pública existe una anécdota que, al margen del sentido irónico del humor del presidente Obregón, sintetiza la tragedia educativa del medio rural mexicano de entonces y la incomprendida visión civilizadora de Vasconcelos, entre muchos otros elementos sociohistóricos que reflejan un momento interesante del proceso cultural de la nación:

            “En una ocasión, Obregón y su comitiva estaban esperando un tren en una pequeña y desierta estación de ferrocarril. Obregón estaba de buen humor. De pronto se dirigió a un indio que pasaba: ‘¿Cómo se llama este pueblo?’, preguntó el Presidente. El indio contestó flemáticamente que no conocía el nombre del pueblo. ‘¿De dónde eres?’, preguntó Obregón. ‘De aquí, siñor’. ‘Pero es extraño, ¿es que acabas de llegar a él?’, ‘No siñor, aquí nací; aquí murieron mis padres, siñor’. Obregón movió tristemente la cabeza. Había encontrado mucha ignorancia, pero era espantoso encontrar a un nativo a tal punto ignorante, que no sabía si quiera el nombre del pequeño pueblo en el que había pasado su vida, y en el que posiblemente muriera. Dio su moneda al indio y se despidió amablemente.

            “Después cuando el indio se hubo alejado, Obregón llamó a uno de sus compañeros. En un tono serio le dijo: en cuanto regresemos a México, que se envíen a este individuo los DIÁLOGOS de Platón y LA DIVINA COMEDIA que editó Vasconcelos para la analfabetización del indio.”(2)

            c). “Donde termina el guiso y empieza a comerse la carne asada, comienza la barbarie.”

            En 1925, como es ya frecuente recordarlo (con un raro afán masoquista pero con un alto grado de confusión y exageración), el maestro José Vasconcelos, en una de sus colaboraciones para el diario nacional El Universal, reproducida en su libro autobiográfico La Tormenta, se refiere a la alimentación en ciertas regiones del norte del país, prácticamente como la frontera de la civilización nacional. La versión es ya recurrente y lugar común cuando se trata el punto, incluso en publicaciones científicas. (3) Por ello creemos conveniente y justo citar, textual y contextualmente, al filósofo oaxaqueño.

            En efecto, la reflexión anterior le fue inspirada y motivada a Vasconcelos en el descanso de una travesía serrana de Querétaro a Guanajuato, acompañado de un grupo de amigos, cuando entraron una tarde a una ranchería del Valle de Tolimán, donde se hospedaron y les sirvieron alimentos, anécdota que relata así:

            “Nos echamos otra vez al camino. Entramos una tarde al Valle de Tolimán, todo verde con cebada tierna. A la orilla de la senda las casas de los rancheros son de mampostería, espaciosas y sólidas…Tolimán, bello nombre y panorama riente. Allí nos hospedó la maestra: mató pollos y los sirvió en buena salsa. Nos sentimos en tierra civilizada. Donde termina el guiso y empieza la carne asada, comienza la barbarie.” (4)

            Esto es, textualmente, la frase que escribió el filósofo, y sobre la que tanto se ha hilado una red de interpretaciones y hasta mitos.

            d). Quince años después, en Querobabi.

            Relacionado directamente con lo anterior, también resulta interesante referir aquí el relato del comentario que, sobre esa expresión, hizo Vasconcelos años después. En efecto, en mi investigación a este respecto, encontré -en el libro Vida Política Contemporánea. Cartas de Marte R. Gómez II– una carta que, el 27 de julio de 1960, dicho político escribió al Lic. Herminio Ahumada, yerno de José Vasconcelos, solicitándole la cita del Maestro relativo a la acusación “a los norteños… de que éramos vulgares comedores de carne asada…”. Por su interés, a continuación transcribo la misiva:

            “Muy estimado y fino amigo: Muchas gracias por mandarme la evocación al maestro Vasconcelos. En su poesía lo representa usted como a muchos nos gustaba contemplarlo: humano, generoso, un poco buen dionisíaco.

            “Alguna vez, en sus colaboraciones para El Universal, en 1925 -ojalá que usted pudiera ayudarme a localizar la cita, porque pienso nombrarla en un trabajo que haga sobre gastronomía tamaulipeca-, nos acusó a los norteños, hasta cierto punto con razón, de que éramos vulgares comedores de carne asada. Que a él le gustaran los platillos bien sazonados y artificialmente cocinados en nuestra cocina autóctona, nos lo devuelve a nosotros, los que sin ser indígenas, nos sentimos incapaces de divorciar el indigenismo del mexicanismo, a los que sin abominar de España -bien por el contrario, amándola-, establecemos una visión clara entre lo mexicano y lo hispano.

            “De usted, como siempre, afectísimo amigo y atento y seguro servidor.”

            Don Herminio Ahumada satisfizo la solicitud de Marte R. Gómez, en carta de 4 de agosto del mismo año, en la que confirmó que “efectivamente se publicó eso”, pero sin proporcionarle la cita textual ni la fuente editorial. Sin embargo, le hace un ameno relato de una de las estancias de su suegro José Vasconcelos en su rancho sonorense y le cuenta una anécdota ligada a tan singular tópico:

            “Por los años 1937-1938 me toco actuar como Magistrado en el Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sonora, siendo gobernador el general Yocupicio. El profesor y ganadero Jesús María Suárez, entonces diputado local, con quien cultivamos relaciones políticas y amistosas desde 1929, nos invitó al rancho de él y de su familia, quien llevaba el mismo nombre que él, un viejo ranchero de esos chapeados a la antigua, es decir, de gran rectitud, honorabilidad y dotado de gran agudeza e inteligencia naturales. Para honrar la presencia del maestro Vasconcelos en el rancho, ordenó se matara una preciosa y gorda vaquilla, para que disfrutaran el maestro y sus acompañantes, de la magnífica y famosa carne asada sonorense. Al lado de la vaquilla destazada se hizo, a la costumbre de allá, una hoguera que después se convirtió en brasas en las cuales se empezó a asar la carne cortada directamente del animal. El maestro Vasconcelos, como todos nosotros, empezó a saborear la deliciosa vianda con fruición y placer; comía y comía y nunca dijo que no a cada ofrecimiento que se le hacía. Todos nos pudimos dar cuenta que el viejo ranchero don Jesús María contemplaba con una gran sonrisa irónica, pero al mismo tiempo con un gesto de entusiasmo y placer, cómo el filósofo y escritor, tan leído por aquellos rumbos, principalmente en sus famosas memorias, devoraba la carne al igual que todos los demás vulgares mortales que lo rodeábamos; y el viejo ranchero, sin poderse contener más y a pesar del respeto y admiración que tenía por el maestro, de quien había sido decidido partidario en la campaña política de 1929, ante todos los familiares y todos los amigos que rodeábamos al maestro y compartíamos la amable tarea de saborear la sabrosísima carne asada, le espetó lo siguiente: ‘Maestro ¿no nos dice usted en su libro, que somos unos bárbaros porque comemos carne asada? No veo que usted le haya hecho mucho asco, y antes creo que le ha gustado a usted mucho, pues ha comido igual que nosotros’. Aquella ocurrencia del viejo ranchero fue acogida por nosotros con una sonora carcajada, que en verdad fue iniciada por el mismos maestro Vasconcelos, quien celebró la ocurrencia y, como de costumbre, cuando se hacía alusión a alguna afirmación de él, le dijo a don Jesús María: ‘No tome usted a pecho lo que yo escribo, pues jamás lo vuelvo a leer ni acordarme de lo que dije, y sobre todo, la carne está muy buena, así que no haga usted caso de eso de la barbarie y esas tonterías, y de todas maneras celebro la lección que me ha dado usted’.

            “Permanecimos tres días con los encantadores amigos rancheros y durante esos tres días, como es natural, no se comió más que carne en las tres comidas al día, y nunca vi comer con más deleite al maestro Vasconcelos, quien al comentar conmigo la cantidad de carne que había comido en esos tres días, me dijo: ‘Herminio, la verdad es que yo había comido la carne en el norte más que asada y en la forma de machaca, pero esos guisos que ha hecho la señora de don Jesús María son deliciosos y pueden con el más refinado guiso europeo’.

            “Espero, mi querido amigo don Marte, que estos datos le sirvan a usted para su futura obra sobre gastronomía tamaulipeca, por ser una anécdota absolutamente verídica, y en cierto modo de reivindicación de nuestra cocina norteña, además, la rectificación no sólo de palabra sino de hecho, que hizo el maestro Vasconcelos, de su opinión a priori acerca de nuestra cocina norteña en el aspecto alimenticio. La anécdota es absolutamente verídica y están como testigos el mismo Jesús María hijo (el gran viejo ya murió, don Jesús María), el licenciado Gilberto Suárez, hermano de Jesús María, los licenciados Andrés y Alfonso Pedrero y el licenciado Salvador Azuela, que había ¡do a pasar vacaciones con nosotros a Hermosillo, y que fueron también invitados a aquel convite norteño.”(5)

            e).- La incultura: rasgo común a los pueblos de ambos lados de la frontera.

            En realidad, Vasconcelos tuvo siempre un acentuado prejuicio lo mismo del norte de México que del sur de Estado Unidos, derivado de sus vivencias en esas regiones, como se desprende de citas tomadas, como ejemplo, también de La Tormenta.

            En efecto, relatando su estancia en Nogales, Sonora, después de su regreso de Europa, al encuentro con las revolucionarios sonorenses cuando andaban en busca de Carranza, a quien apoyaba en contra de la usurpación de Victoriano Huerta, escribió la siguiente impresión referente a la ausencia de flora, arquitectura, urbanización y estética del Nogales de principios de siglo, a la que comparó con “el ejemplo del otro lado”, lo que atribuyó e imputó a las autoridades porfiristas y a su ¡legitimidad democrática:

            “En vano buscaba los nogales que sin duda le habían dado nombre. Apenas uno que otro árbol en calles apartadas, y el centro de una fealdad sin alivio de casas pequeñas de ladrillo; interiores sórdidos, polvo en todas partes, descuido y no por pobreza: por incultura. El ejemplo del otro lado, bien urbanizado, flamante, no habían servido de nada treinta años de porfirismo. Toda la frontera era así bochornosa por el contraste; pero la explicación resulta sencilla: del lado yankee nunca habían habido Santa Annas, Napoleones ni Porfirios Díaz, héroes de la paz… ni futuros jefes máximos de ninguna revolución. Del otro lado sólo había autoridades elegidas regularmente y sujetas a responsabilidades, desde las más altas hasta las más ínfimas.”(6)

            De su estancia en San Antonio, Texas, en el mismo propósito anterior, escribió la insatisfacción que le produjo esa ciudad; la condición de “todos los que se crían en aquellos pueblos del sur… primitivos en la cultura”:

            “Como centro de informaciones revolucionarias, San Antonio resultaba insuperable, como sitio para vivir era un desastre. Ni el cuerpo ni el alma hallaban ahí satisfacción completa. Sin embargo, la presencia de un amigo puede transformar a nuestros ojos la apariencia de un desierto. Mi amigo de San Antonio era Samuel Belden, mexicano yankee, grandote, bonachón, inteligente, sagaz en política, buen abogado, pero inculto como todos los que se crían en aquellos territorios… El mismo Nueva York parecía una metrópoli refinada en comparación de aquellos pueblos del sur, enormes y mecanizados, pero rudos en el gusto, primitivos en la cultura. Los ha acabado de aplastar el cine; …No sólo lo norteamericano, también lo mexicano se volvía absurdo, bajaba la categoría en la híbrida ciudad que ha hecho el negocio de revolver tamales con enchiladas, frijoles con carne, todo en un mismo plato.”(7)

            f). Otro par de acotaciones; nuestro mestizaje alimenticio; el mito, ¿estigma o acicate?

            En alguna otra oportunidad habrá que hacer acotaciones sobre el verdadero sentido, valor y validez de aquella primera y desvirtuante sentencia vasconcelista. Por ahora bástenos decir que la alimentación -componentes y proceso culinario- de una persona o de un pueblo, es uno de los resortes de su cultura.

            Con lo anterior no queremos decir que aceptemos la tesis del intelectual positivista del porfirismo, Francisco Bulnes, quien pretendió justificar la inferioridad del indio americano, a partir de factores raciales que resulten de los distintos procesos de alimentación:

            “Bulnes -según cita Félix Báez, Jorge- distingue tres tipos de razas: la del trigo (Europa y Estados Unidos de Norteamérica). Dentro de este esquema atribuye, con rango de exclusividad, carácter progresista únicamente a la raza blanca. El arroz, esta es la raza amarilla, fundó tenebrosos imperios, animalizados por su espíritu conservador como por instintos de tortuga irracional… El maíz, por su parte, ‘produjo una raza débil, taciturna, tan débil que fue vencida por insignificantes gavillas de bandoleros españoles”. Bulnes ve en el mestizo, alejado de los vicios del indígena o suficientemente europeizado, el núcleo a partir del cual habrá de lograrse el progreso del país.”(8)

            En nuestro caso no debemos olvidar que el propio origen del nombre de nuestro Estado -Sonora-, le viene de sonot-sonota, que en lengua ópata significa hoja de maíz. Pero tampoco debemos desconocer que, en los tiempos modernos, el sonorense medio incluye en su dieta cotidiana tanto el trigo y sus derivados, como el arroz, lo que conforma nuevos elementos alimenticios e identidad regional.

            Sea lo que fuere, el juicio vasconcelista no debe constituir, para los sonorenses, una verdad dogma o estigma fatal; por lo contrario, debe sernos un acicate, el cual -a partir de la cabal comprensión de nuestras particularidades geográficas e históricas- debe impulsarnos a desarrollar, a plenitud, nuestra innegable vocación humanista, vocación cultural.

NOTAS

(1) Enciclopedia de México, pág. 302; y Vasconcelos, J. Obras completas. Libreros Mexicanos Unidos; México, 1957. Pág. 7.

(2) Dulles, John W.F. “Ayer en México”. Citado en Imágenes y Recuerdos, 1919- 30. La Rebelión de Masas. Difusora Internacional, México, 1985. Pág. 206.

(3) Braniff, Beatriz. La frontera protohistórica pima-ópata en Sonora, México. Tesis Doctoral. Tres tomos. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1985. La dedica “a mis amigos sonorenses: que el tiempo permita que nunca se civilicen y que sigan comiendo carne asada (“En la Estación Don termina la civilización y comienza la carne asada”, dicen que lo dijo Vasconcelos)”.

(4) Vasconcelos; J. La Tormenta (autobiográfica). En Obras completas. Libreros Mexicanos Unidos, México, 1975.Pág. 937.

(5) Gómez, Marte R. Vida política Contemporánea. Fondo de Cultura Económica, México, 1978, págs. 284 y 288.

(6) Vasconcelos, J. Ob. cit. pág. 783.

(7) Vasconcelos, J. Ob. cit. pág. 785.

(8) Bulnes, Francisco, El porvenir de las naciones latinoamericanas ante las conquistas recientes de Europa y los Estados Unidos. Imprenta Mariano Nava, México 1899. Citado por Báez Félix, Jorge, en Los Grupos Étnicos y las Políticas Indigenistas de la Colonia Porfirista. Artículo publicado en el suplemento de México Indígena No. 24, I.N.I., México, 1980.


1 Luis Garrido, José Vasconcelos, Biblioteca  de Ensayos Sociológicos, Instituto de Investigaciones Sociales UNAM, México, 1963.

2 José Vasconcelos, Ulises Criollo (Autobiográfica)Obras Completas, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1957, pp. 287 y s.

3 Héctor Rodríguez Espinoza, “¿En verdad escribió Vasconcelos que en Sonora termina la civilización y comienza la carne asada?”, libro Búsquedas Itinerantes, Textos de la realidad cultural, regional y nacional, Edición de autor, 1996, p. 71 y s.

4 Gilberto Suárez Arvizu, Vasconcelos y el norte del país, Artículo publicado en el Diario Información, de Hermosilo, Son., el 30 de abril de 1981. 

5 José I. Vasconcelos Miranda, Vasconcelos y su legado en Sonora, Entrevista concedida a Javier Ruiz Quirrín, Semanario Información, no. 1404, Año XV, Hermosillo, Son., 4 de septiembre de 1998.

1 Las enciclopedias y libros consultados discrepan en cuanto a su fecha de su nacimiento: la Enciclopedia México y el Diccionario Enciclopédico Porrúa asientan solamente 1881; y Obras completas, José Vasconcelos, de Luis Garrido y la Enciclopedia Hispánica, coinciden en el 27 de febrero de 1882.

2 José Vasconcelos inicia Ulises criollo (autobiográfica) con estas líneas: “El comienzo: Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura, invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día. …” Ver mi Artículo “José Vasconcelos. Sus primeros recuerdos en Sásabe, Sonora”, publicado en La Revista, No. 3 del Instituto Sonorense de Cultura, 1998.

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