Homenaje al Lic. Oscar Morineau

PIN

ÓSCAR MORINEAU RODRÍGUEZ (Caborca 1904-Cuernavaca 1972).

Román Iglesias González escribió:

Hace tiempo se me invitó a colaborar en una publicación sobre maestros de la Facultad de Derecho de la UNAM. No tuve la menor duda de a quién elegir, vino automáticamente a mi mente el nombre de Osear Morineau, es el mejor maestro que tuve durante mis estudios de universidad (esto sin menosprecio de cualquier otro de los excelentes maestros con los cuales cursé algunas de las diversas materias de la carrera), y uno de los mejores hombres que haya conocido durante mi vida, a quien llegué a querer y admirar como un padre, no sólo profesionalmente sino también, y creo que es aun mas importante, por su indiscutible calidad humana.

            Mi primer contacto con él fue cuando entré a la Facultad de Derecho, en el viejo edificio que se encuentra en la esquina de las calles de San Idelfonso y República de Argentina, en 1953. Yo venía de una escuela particular, para ser más exacto del “Instituto Luis Vives”, donde estudiaba la mayor parte de los hijos de refugiados españoles, de los que formaba parte y que habíamos llegado a México poco después de finalizar la Guerra Civil Española. En mi caso en 1942.

            Mi convivencia en un ambiente mexicano era prácticamente nula, pero gracias al maestro Morineau y a muy buenos amigos de generación en la Facultad, me pude incorporar a él en menos tiempo del que se puede pensar.

            En esa época los alumnos de primer año (afortunadamente no se había cambiado el plan de estudios a semestres) podíamos escoger el grupo en el que nos quisiéramos inscribir. Para mí todos los maestros me eran absolutamente desconocidos, salvo algunos españoles que no impartían clase a los de primer ingreso.

            El Grupo Uno al que entré estaba integrado por el maestro Felipe López Rosado en Sociología, Manuel R. Palacios en Economía I, el maestro José Alcázar en Romano I y el Lic. Roberto Cossío el “Charro Cossío” como le llamábamos, en Civil I. La materia de Introducción al Estudio del Derecho no tenía asignado maestro.

            Por azares del destino, el maestro Morineau que impartía esa cátedra en el turno vespertino, se habla cambiado al matutino y quedó incorporado en ese Grupo, con los maestros citados.

            Desde ese momento él fue el que me ayudó a escoger los maestros de los años siguientes, entre otros Mario de la Cueva en Teoría del Estado y en Derecho Constitucional, Barrera Graf en Derecho Mercantil, Ignacio Burgoa en Garantías y Amparo, Don Javier de Cervantes en Historia del Derecho Mexicano así como muchos más con los cuales completé mis estudios.

            Ese año de 1953 vio la luz el libro de texto del Lic. Morineau, “El Estudio del Derecho”, del que hablaremos adelante.

            El año escolar se iniciaba el primer lunes de febrero y las clases eran terciadas, de una hora, con él la tomábamos de 8 a 9 de la mañana los lunes, miércoles y viernes.

            El primer día de clases supe que al Lic. Morineau le llamaban “El tigre de Caborca”, no muy tranquilizador ya que me imaginé a una persona agresiva y de temer; qué lejos estaba el Lic. Morineau de ser así, era dulce y afable y desde el primer momento en que puso los pies en el salón se ganó la confianza de todo el grupo, mejor dicho de casi todos, pues ya era conocido por algunos de mis compañeros ¿A qué se debía, pues, el apodo nada tranquilizador que se le había puesto?. Respondía, como supe más tarde, al pequeño pueblo de Sonora donde había nacido, lugar por el que toda su vida guardó un cariño enorme, lo mismo que por su Estado natal en el cual vivió la menor parte de su vida.

            Lo de “tigre” era debido a su voz ronca y profunda, pero no autoritaria ni agresiva, tan característica de su personalidad. Y que como supe años después se debía, según él mismo, a que cuando de chico lo había operado de las amígdalas, el médico se llevo con ellas una parte de su campanilla. No sé si esto fuera verdad o no, pero lo cierto es el apodo era por una razón afortunadamente muy distinta de la que a primera vista podía parecer.

            Como maestro era excelente, tenía la paciencia y la habilidad para explicar una materia de por sí nada fácil era increíble, pues hablaba con todos nosotros como si fuese un compañero más, tratando de que avanzásemos en el estudio del derecho con la firmeza necesaria para que cuando pasásemos a otro tema no quedase la menor duda del anterior.

            Su paciencia para explicar los “conceptos jurídicos fundamentales” o el difícil tema de “la posesión” era infinita, nunca fue el maestro creído de su papel y poseedor de la verdad, como había desgraciadamente algunos, y sigue habiendo hoy en día; si no por el contrario, aceptaba siempre cualquier sugerencia que viniese de un alumno, y se dedicaba a esclarecer las dudas que tuviese, como si fuese lo más importante de su vida. Todo en ella lo hacia con pasión e interés, nada por compromiso o por quedar bien con alguien.

            Sus enseñanzas iban más allá de la clase, su despacho y su casa siempre estaban abiertos para el alumno que acudiese a él, tratándolo como un padre a su hijo, y eso eran para él sus alumnos, hijos a los que siempre ayudaba.

            Recuerdo con qué interés nos preguntaba por las lectura que hacíamos, o bien nos recomendaba obras, no forzosamente jurídicas, que iban ampliando nuestra cultura, y así por ejemplo gracias a él conocí: “El Estudiante de Mesa Redonda” de Germán Arciniegas, a “Un hombre de nuestro tiempo”, de José Ingenieros, a Enrique Rodo con su “Ariel”, y a autores mexicanos como Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Mariano Azuela y Andrés Iduarte, entre otros. Su relación con éste era estrechísima, pues además de ser su cuñado, fue en realidad un hermano menor al que quiso entrañablemente.

            No puedo dejar de mencionar en este momento las largas sobremesas de las comidas de los sábados en la casa de las calles de Citlaltépetl y Aguascalientes, en donde por supuesto él y el Dr. Iduarte, también con una indiscutible vocación de maestro, (lo era en Columbia University) llevaban la voz cantante pero nunca olvidando a los “jóvenes” que estábamos allí: su hija Marta, Ricardo Harrison, Janitzio Múgica, Femando de la Barreda así como otros compañeros y amigos, todos nosotros pendientes de la inagotable conversación que se desarrollaba por horas y horas sobre los más diversos temas, desde anécdotas familiares hasta recuerdos de la Guerra Española (en la cual el Dr. Andrés Iduarte había participado), charlas con León Felipe, Rómulo Gallegos, Gabriela Mistral o Pablo Neruda; charlas que eran el acicate para que nosotros leyésemos y nos interesásemos por esos escritores.

            En una ocasión que se estaba hablando de la obra de Rómulo Gallegos, comprendí él por qué del otro apodo que tenía el Lic. Morineau, “Cantaclaro”.

            Esa vez no me desconcertó el apodo, era obvia la relación entre éste y su voz, pero el Lic. Morineau además decía siempre lo que pensaba clara y directamente, no se acomodaba a ninguna circunstancia.

            Un escritor amigo suyo publicó un artículo alabando a un político (por supuesto el artículo estaba pagado) y le preguntó su opinión; la contestación no se hizo esperar: “eres peor que una prostituta, éstas lo hacen por necesidad”. Ni qué decir que la amistad llegó a su fin en ese momento. Años después, ese escritor buscó nuevamente la amistad de Morineau, y por supuesto que él se la brindó de nuevo, como si nada hubiese ocurrido, porque esa era otra de sus características, la bondad, una bondad infinita hacia todas las personas que lo rodeaban, ya fuesen parientes, alumnos, amigos o simplemente personas circunstanciales en su vida.

            Su obra escrita no fue muy fecunda, pero sí fundamental en el ámbito jurídico. La primera de ellas “Los Derechos reales y el subsuelo en México”, en donde desarrolla brillantemente este difícil tema de los derechos reales que desde Roma ha sido motivo de controversia para muchos autores,  tuvo su origen en un problema real de México, como señala él mismo en el propio libro, ya que no concebía la teoría por la teoría misma, siempre tuvo los pies en la tierra y enfocaba los temas a la luz de la realidad de su momento, se puede ser realista e idealista al mismo tiempo. Ese equilibrio en toda su forma de ser, era otra de sus características, este aspecto de su carácter, lo podemos ver en esa parte del libro dedicada al “Artículo 27 Constitucional” cuando nos dice:

            “Yo habría deseado interpretar el artículo 27 sin necesidad de mencionar personas, pero esto es imposible, supuesto que todos los errores cometidos en la interpretación del precepto se deban, no a la ley interpretada, sino a los intérpretes, y es tal el prestigio de estos intérpretes que nadie se ha atrevido a leer simplemente el artículo 27 para comprender su alcance, sino que después de pasar la vista por el precepto, lo hacen decir todo lo contrario de lo que dice. Probaré hasta la evidencia que las interpretaciones de los juristas citados no se fundan en la ley interpretada, sino que afirman lo contrario de lo que ella establece. Que me condene la opinión pública si mi interpretación se funda en prejuicios personales”.

            Su otra obra “El Estudio del Derecho”, con prólogo del Dr. Luis Recasens Siches, con el cual llevaba una buena amistad al igual que con Eduardo García Máynez, Joaquín Rodríguez y Rodríguez, Niceto Alcalá Zamora y muchos otros maestros de la facultad, es un texto fundamental y decisivo en el ámbito jurídico, en él expone brillantemente su concepción de los conceptos jurídicos fundamentales y de filosofía jurídica, en oposición, en ocasiones, a Hans Kelsen, rebatiendo la postura de éste de manera clara y precisa. Desgraciadamente esta obra ha sido hoy relegada a un segundo plano, ojalá y pronto se haga un rescate de ella, por el bien de los estudiantes de nuestra facultad. La reducción del año pasado de ambas obras para las prestigiosas casas editoriales que las habían editado, es el primer paso de una recuperación necesaria, tal como muestra este número de la Revista de Derecho Civil.

            Como abogado litigante, su despacho de la calle de 115 de mayo o 32, despacho 402, fue uno de los mejores de México en su tiempo, por él pasaron muchos de los abogados de mayor prestigio del país: José Campillo Sainz, Salvador Laborde, Santiago Oñate, Francisco Villalón Igartúa (famoso notario actualmente) y Armando Calvo.

            Era el despacho del Lic. Morineau sobrio y típico de los abogados de mediados de siglo; grandes sillones de cuero café y sobrios muebles del mismo color, en las paredes de los pasillos libreros también cafés con las colecciones de los Diarios Oficiales, Semanario Judicial, etc. En uno de los pasillos tenía ocho magníficos grabados italianos sobre temas de abogados, regalo del jurista italiano Piero Calamandrei, con quien llevaba una buena amistad, estos grabados los tengo actualmente en mi propia oficina, ya que generosamente me los regaló su esposa cuando fue forzoso quitar el despacho, durante su larga enfermedad.

            En otro de los pasillos había un magnifico dibujo a lápiz que representaba a unos senadores romanos del pintor francés H. C. Delvaille.

            En oficina particular, también sobriamente decorada con sillones de cuero café y alfombra del mismo color, tenía únicamente un retrato de su hija Marta sobre el escritorio y enfrente del mismo una extraordinaria reproducción, tamaño natural, del “Retrato de la madre de Rembrandt”,  magníficamente montado en un marco de caoba tallado a mano.

            Era este despacho del “Edificio París” centro de reunión de alumnos y amigos del maestro Morineau a cualquier hora del día, sobre todo a media mañana, en la que sabíamos que podíamos disfrutar una magnifica taza de café (uno de los vicios del maestro era el buen café, el otro el tabaco; cuando fumaba un cigarrillo, lo disfrutaba profundamente, intensamente, como todo lo que hacia en la vida; recuerdo que decía que el buen fumador le tenía que dar el “golpe” al cigarro, de tal forma que lo sintiese desde la cabeza hasta el estómago) a las 11 en punto el famoso café era servido por la recepcionista Amparito Bravo, que además de una buena secretaria era una excelente amiga y anfitriona.

            El carácter desprendido y amigable del maestro Morineau se reflejaba también en todos los aspectos del despacho, baste decir que gran parte de los asuntos que se tramitaban en él eran de amigos, de amigos de los amigos, o amigos de los familiares, a los que por supuesto no se les cobraba un solo centavo de honorarios. Desgraciadamente este carácter del maestro Morineau no lo llevó a tener buenos colaboradores para asociarlos a su nombre; aquellos que lo pudieron haber sido, no tuvieron un ofrecimiento de esta naturaleza por parte de él; a quienes se lo ofreció, no supieron responder a la confianza que depositó en ellos.

            Era una persona con una visión y una claridad precisas, no solo para los asuntos jurídicos, sino también para aconsejar en muchos aspectos a sus clientes; desgraciadamente esa visión no la tenía para sus propios negocios, aquellos que emprendía en plan personal nunca llegaban a buen término: la explotación de una mina de oro en Sonora, la explotación de las canteras de las Islas Coronado o el olivar “más grande del mundo” en Baja California, nunca tuvieron éxito económico. No era un empresario, era un extraordinario abogado.

            Fue miembro de la “Barra Mexicana, Colegio de Abogados”, en cuya Institución fungió como Vicepresidente, y desde donde, con los licenciados Virgilio Domínguez, Tomas Noriega, Cepeda Villarreal y Eduardo Baz, luchó porque a los abogados americanos de los “grandes despachos” se les exigiese la revalidación de sus títulos, ya que esos despachos no eran otra cosa que sucursales de los americanos más o menos disimuladas, y no existiendo tal reciprocidad con los abogados mexicanos en los Estados Unidos, a los que sí se les exigía la revalidación de sus estudios, la situación no era correcta.

            Esta postura que le ocasionó problemas con muchas personas, paradójicamente le valió el reconocimiento de muchos de los grandes despachos del país vecino, por su valiente y firme forma

de pensar, ya que consideraban que era la correcta.

            En el correr de los años, mi intimidad con el Lic. Morineau fue cada vez mayor, recuerdo sus palabras cuando iniciábamos el viaje por carretera a la cercana ciudad de Cuernavaca, donde tenía una casa de descanso, recitando la famosa estrofa de la “Canción del Pirata” de Espronceda: “Viento en popa a toda vela”, que se repetía una y otra vez siempre que hacíamos el viaje y que años después seguí diciendo yo mismo, cuando hacía ese viaje en compañía de mi mujer y de mis hijos.

            Durante esos años fui descubriendo muchos otros gustos y aficiones del Lic. Morineau, como por ejemplo su afición por la buena comida y la buena bebida, entendiéndolas en la mejor aceptación de la palabra, ya que disfrutaba plenamente tanto un gran platillo de la comida francesa, como una machaca sonorense, un bacanora, curado con bellotas por él mismo, un tequila jalisciense añejado en una “vieja barrica coñaquera”, como un excelente vino francés o alemán.

            Le gustaba cocinar platillos de todo tipo, desde unos inolvidables fetuchinis, de los cuales tenía que hacer él mismo la pasta, ir al mercado a comprar los ingredientes para una paella o un mole, o escoger determinada carne; lo que era todo un ritual.

            El ir al mercado de Cuernavaca era una experiencia en todos los sentidos, solíamos ir los domingos en la mañana y desde el momento de subir al coche la plática se desarrollaba sobre infinidad de temas, desde los comentarios sobre una película, el libro que estaba leyendo o las noticias del “Time”, revista que recibía religiosamente cada semana. En estas “excursiones”, en ocasiones nos acompañaba una gran amiga de él que solía pasar temporadas como huésped en su casa, Palma Guillen de Nicolau, inteligentísima mujer que tenía una conversación extraordinaria y a la que apreciaba enormemente desde hacía muchos anos, o la pintora Angelina Beloff, también queridísima amiga suya desde que llegó a México.

            Era frecuente que en el mercado encontrásemos con Don Edmundo O’Gorman, o algún otro profesor universitario, situaciones que podían traer consigo desde el intercambio de una receta culinaria hasta una invitación para una mesa redonda sobre tal o cual tema.

            Inolvidables son también las horas pasadas en su magnífica biblioteca de la casa de Cuernavaca: magnífica en todos sentidos, desde su arquitectura en la que habla intervenido él directamente, asesorado por un amigo, Joaquín Von Block, hasta su decoración sobria y sencilla, cuyos únicos toques de color sobre los muros blancos eran un hermoso paisaje de Tepotzotlán que le había encargado a Angelina Beloff expresamente para ese lugar y las manchas de colores de los lomos de la magnífica colección de libros de Derecho., Sociología y Economía, materias a las que se había dedicado en algún momento de su vida (estudió la carrera de Economía en Columbia University) y que encuadernados en verde y naranja, respectivamente, destacaban sobre el resto de los libros jurídicos.

            A su muerte, sus libros fueron donados por su familia a la Universidad de su Estado Natal, donde a él le hubiera gustado retirarse en su vejez, situación que no llegó a su término debido a la enfermedad que terminó con su vida.

            Le gustaban los niños, y le hubiese gustado tener varios hijos, desgraciadamente solo tuvo uno, su hija Marta, a la que quiso entrañablemente por encima de todas las cosas.

            Le hubiera encantado tener muchos nietos, sólo tuvo dos, su nieta Adela a la que colmó de regalos desde antes de su nacimiento y su nieto Román, al que desgraciadamente no pudo disfrutar nunca, ya que a los pocos meses de su nacimiento, un aneurisma cerebral lo dejó inconsciente.

            Murió en su casa de Cuernavaca, el 6 de Junio de 1972, atendido cariñosamente por su esposa Rosa durante toda una larga agonía de ocho años, de la cual de todo corazón deseamos no se haya dado cuenta.”

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Carta De Boris Kozolchyk

Estimado Maestro Rodríguez: Me da mucho gusto compartir con Usted y con los lectores de la proyectada publicación sobre el  Maestro Morineau algunos recuerdos del que fue no solo el jurista mas distinguido nacido en Sonora sino uno de los mas distinguidos del hemisferio, y distinguido tanto lo profesional como en lo humano. Pocas veces se han unido en un jurista tantos atributos de valía intelectual y moral.  Yo me considero dichoso de haberlo conocido y de haber disfrutado, a muy corta distancia, de sus enseñanzas y de su amistad.

            En lo profesional, es importante subrayar que la producción de Morineau está a la misma altura de los otros grandes pensadores Mexicanos y de habla hispana del Siglo XX, especialmente García Maynez, Recasens Siches, y ello a pesar de que Morineau compartía las labores de enseñanza e investigación con la dirección de uno de los mejores despachos de México. Su Introducción al Derecho, Los Derechos Reales y el Sub-Suelo y su ensayo, Rights and Remedies (publicado en el American Journal of Comparative Law y que tuve el honor de ayudar a traducir) son obras estelares y que reflejan la gran contribución que su conocimiento de la práctica del derecho contribuyo a su teoría.  El ensayo “Rights and Remedies” aborda un tema que yace en la encrucijada entre el positivismo y el ius-naturalismo: ¿Pueden existir derechos sin acciones judiciales o administrativas que los ejecuten o implementen? La conclusión a la que él llegó lo sitúa en un ius naturalismo no derivado de la teología y ni de la cosmología, sino de la valoración inherentes en los principios generales que subyacen a todos los sistema jurídicos civilizados. 

            Tal postura ius filosófica no debe sorprender a quienes conocíamos y queríamos al postor. Su visión del derecho procedía de una visión profundamente moral de la misión del hombre y de las instituciones jurídicas creadas por el. Como Spinoza y Kant, Oscar Morineau creía en principios de moralidad universal y necesaria.  Por lo tanto, el ser humano nunca podía ser un medio para lograr un fin político o social ya fuera ese fin la utopía socialista, el materialismo capitalista  o el fervor religioso o nacionalista de los llamados mártires suicidas de nuestros días. Por tanto, creía Morineau en que existe en el ser humano un derecho a la dignidad de una vida plenamente realizada.  Claro que ese derecho puede ser víctima de fuerzas mayores tales como la muerte prematura y trágica (como lo fue la suya) o las dictaduras pero, pensaba Morineau, que es el deber de familiares, amigos, conciudadanos maestros, profesionales y gobernantes del ser en ciernes el ayudarlo a la realización de la plenitud de ese derecho.  Don Oscar no solo enseñó esta lección Kantiana y Judeo–Cristiana, sino que también la ejerció durante toda su vida. El que limpió sus zapatos en la entrada a 5 de Mayo 32 (donde Oscar tuvo su despacho por muchos años) llegó a ser médico en gran parte debido al apoyo material y espiritual de Don Oscar, y así con muchos otros… Muchos de sus pasantes, hoy académicos y abogados distinguidos tales como el Lic. Rodolfo Cruz Miramontes, le deben su orientación y amor por la ciencia y enseñanza jurídicas a Don Oscar. El que escribe estas líneas también le debe mucho a Don Oscar tanto en el plano profesional como en el humano.

            En el plano profesional le debo a Don Oscar la orientación hacia las ideas subyacentes a la apariencia formal de las instituciones jurídicas y a la búsqueda de principios jurídicos en forma previa a la búsqueda de la norma individual.  También me tocó presenciar muchas manifestaciones de su legendaria integridad. Al decir de Morineau, el “el bien más importante del abogado es su reputación, su honestidad, su palabra…” Nunca titubeó en implementar el principio de pacta sunt servanda, aún y cuando pudo haber ganado muchos juicios y grandes sumas habiéndolo olvidado, así sea momentáneamente. Calificaba como de verdadera plaga profesional la desconfianza en las promesas de colegas.  “Hay que erradicar la mentira de nuestra profesión o nos hundirá a todos…” En otra ocasión me decía: “Hay tantos pícaros en nuestra profesión que los legos ya igualan al buen abogado con el charlatán, al mentiroso con el abogado habilidoso, al ladrón con el litigante victorioso…Es tan serio el problema que yo a veces prefiero emplear a un abogado que sea honesto y trabajador a otro que sea sumamente inteligente pero mentiroso…” 

            También le debo a Don Oscar la presunción de la buena fe respecto a clientes, alumnos y colegas. “En nuestro ambiente” – me decía – es muy común aquello de “piensa mal y acertaras.” “Yo he aprendido que a pesar de los tumbos y decepciones, la única forma de ejercer nuestra carrera, ya sea en el despacho o en la cátedra, es el de otorgarle el beneficio de la buena fe a nuestros clientes, alumnos y colegas. En primer lugar hay mucho de bueno en el ser humano y en segundo lugar el precio que se paga por presumir la mala fe es un mucho más alto costo de la empresa social. ”  Le debo a Don Oscar el apoyo espiritual necesario para enfrentarme a una seria injusticia en mi primer trabajo como profesor universitario.  A pesar de que mis posibilidades de conseguir futuro trabajo estaban de por medio en mi decisión de hacer públicas las causas de mi dimisión, recuerdo haberle preguntado: ¿Qué hago Maestro?  Él me contestó: “Usted está bien preparado, tiene conciencia, pantalones y amigos que lo aprecian, siga los dictados de su conciencia…” Así lo hice y a pesar de que los costos fueron muy altos a corto plazo, a largo plazo fue la decisión más formativa de mi vida profesional.

            Finalmente, le debo a Don Oscar la apreciación de lo mucho que hay de bello en la interacción entre el ser humano y la naturaleza que lo rodea: su legendaria cocina en Cuernavaca, los vinos que él colectaba en sus viajes a Europa y a las Californias, las pinturas de Diego Rivera y de Angelina Beloff y las amistades de por vida con quienes conocí por él. Hace poco, en una gira de conferencias a la Argentina, uno de mis anfitriones me invitó a visitar el famoso barrio de la Boca en Buenos Aires. La Secretaría de Relaciones Exteriores de México acababa de inaugurar una exhibición retrospectiva de Diego Rivera y milagrosamente divisamos al modesto anuncio de la exhibición poco antes de que cerraran la exhibición ese día.  Yo conocía muchas de las pinturas exhibidas, incluyendo los retratos.  Sin embargo, algo me atrajo hacia la sección de los retratos del joven pintor. En medio de la sección, se hallaba un rostro enjuto de extraordinaria nobleza y preclara inteligencia. Yo jamás había visto este retrato. Sin leer el rótulo, yo me dije en voz alta: Éste tiene que ser Oscar Morineu. Efectivamente, lo era, y es que ninguno otro pudo haberlo sido.”

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Gaceta ilustrada de la UNAM DE 2002

Publicó que como un homenaje a Óscar Morineau Rodríguez, una de las aulas de esa facultad lleva su nombre; en ceremonia, efectuada en el Auditorio Eduardo García Maynez, se develó la placa alusiva.

PublicóEl Estudio del Derecho.  México, Editorial Porrúa, 1997.

También Los derechos reales y el subsuelo de México: “Determinar la naturaleza jurídica del subsuelo petrolero y minero es uno de los problemas de más importancia y mayor trascendencia en el derecho mexicano y de toda Latinoamérica. Sin embargo, hasta el momento no se ha logrado un criterio uniforme, ni en la jurisprudencia de los tribunales ni en la doctrina de los tratadistas. 401 pp. FCM

 

El Estudio del Derecho

 “El derecho ha sido siempre, es y será eternamente el conjunto de reglas para el juego de la vida intersubjetiva en una comunidad determinada,…”

Prólogo

            A la Filosofía del Derecho se puede llegar por diversos caminos: por el de la Filosofía general; por el de la Ciencia del Derecho; y por el de la práctica jurídica.

            Cabe llegar a la Filosofía del Derecho por vía descendente, viniendo del campo de la Filosofía general. Ante el espectáculo azorante del universo, ante la varia multitud de las cosas fuera y dentro de uno, ante el enjambre de dudas y certidumbres que halla uno en su vida, el filósofo trata de conseguir una claridad meridiana y de establecer un orden total. Para ello, busca una certidumbre básica, que debe reunir tres requisitos: primero, debe ser una certidumbre radical, primaria, suficiente en y por sí misma, sin supuestos previos, fundada sobre sí propia; segundo, debe ser además una medida o piedra de toque para juzgar sobre todas las demás proposiciones, de suerte que sirva como fundamento o criterio de todos los otros conocimientos; y, tercero, debe ser claramente intelectual justificada por razones intelectivas, y no por otros factores (como por ejemplo la emoción poética). En suma, el filósofo desea enfocar el universo desde el punto de vista de la verdad o certidumbre que en el edificio de los conocimientos funcione como la primera y como la que, a la vez, ilumine intelectualmente todas las demás verdades, justificando la parcial competencia de cada una de ellas y organizándolas en una visión total.

            La Filosofía no es la suma o compendio de todos los conocimientos sobre cada una de las cosas que en el universo haya; no es una enciclopedia; es algo diferente de eso; es el apetito de integridad que no se para en trozos secundarios, ni busca la acumulación de visiones parciales, sino que desea una visión total y organizada. Es el estudio del universo en tanto que universo. Claro es que esa pregunta sobre el universo incluye siempre otra pregunta, que es precisamente la que más interesa: la pregunta sobre el hombre: Entre las muchas cosas que en el universo hay figuro yo. Y así ocurre que, cuando me interrogo sobre el universo, no me pregunto solamente, ni siquiera en primer lugar, por todas las cosas que hay, sino que, explícita o implícitamente, estoy inquiriendo lo que el mundo sea con relación a mí, y lo que yo sea respecto del mundo.

            Ahora bien, sucede que entre las muchas cosas que en universo hay encontramos el Derecho y el Estado como realidades constituidas, y los problemas de la convivencia y de la cooperación. Y, así, el filósofo general, al advertir esos temas, se pregunta: ¿qué es el Derecho?, ¿qué significa el Derecho en el conjunto del universo?, ¿cuáles son la raíz y la función del Derecho en la vida humana? Como el Derecho es uno de los fenómenos más enormes en el regazo de la existencia humana, apenas ha habido gran filósofo que haya esquivado aquellas preguntas. De hecho, la mayor parte de los grandes pensadores han acometido el tema filosófico jurídico. Así: Platón, Aristóteles, los estoicos, San Agustín, Santo Tomás, Leibnitz, Spinoza, Locke, Hume, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, etc.

            Se llega al planteamiento de los problemas filosófico-jurídicos también por otro camino: por la vía de las profesiones que se ocupan directa e inmediatamente con el Derecho. Esas profesiones son varias. Por una parte hay la que consiste en el estudio científico del Derecho vigente de un determinado país, en un cierto momento. Esto es lo que hace quien da un curso o escribe un libro sobre Derecho Civil mexicano, sobre Derecho Penal inglés, etc. Por otra parte, v desenvolviéndose en una línea paralela a la del profesor o tratadista de Derecho, se encuentra la profesión del jurista práctico, por ejemplo, del juez, del abogado, del notario, del funcionario administrativo. Tanto el profesor o tratadista como el jurista práctico desenvuelven esencialmente la misma tarea: uno y otro tratan de conocer el Derecho vigente. La diferencia entre uno y otro es la siguiente: el profesor o el tratadista opera directamente con toda una parte del orden jurídico (Derecho penal. Derecho civil, Derecho procesal, etc.), y por vía de referencia o en visión de escorzo con la totalidad del orden jurídico en vigor en un país, y, además de tomar en cuenta casos típicos que se plantearon de hecho y fueron resueltos por los tribunales, imagina otros casos típicos que puedan plantearse, para averiguar su solución. En cambio, el jurista práctico trabaja sobre los casos reales que se plantean ante un tribunal, ante una oficina administrativa, o en el bufete de un abogado. Mas, para cumplir su tarea, el jurista práctico tiene que apoyarse sobre la obra del profesor o del tratadista, o bien sobre una actividad mental propia pareja a la de éstos. Así resulta que a pesar de las diferencias entre esos dos tipos de actividades, teórica la una y práctica la otra, hay una homogeneidad entre ambas.

            Tanto el profesor como el abogado o el juez se preguntan ante todo por la norma vigente aplicable a un cierto tipo de situaciones o a una situación determinada. Uno y otro, cuando averiguado ya cuál es la norma aplicable, tratan de interpretarla con acoplamiento a las situaciones reales o imaginarias que hayan sido planteadas. Ocurre, sin embargo, que la interpretación de unas determinadas normas no es suficiente, pues los vanos preceptos jurídicos regulativos de una situación, lejos de ser los unos independientes de los otros, están engranados entre sí, integrando la silueta de una institución, la cual debe ser tratada como una figura orgánica o articulada. Consiguientemente, es necesario que el jurista descubra o mejor dicho construya la estructura de la institución de la cual se ocupa, y que saque de esa estructura todas las conclusiones pertinentes. No acaba ahí, empero, la faena del jurista, teórico o práctico. Tiene todavía que realizar otra tarea: la tarea de integrar cada institución dentro de la totalidad del orden jurídico vigente. Pues sucede que cada institución aunque tenga su propia figura no se halla desvinculada, sino que, por el contrario, guarda relaciones con otras instituciones; y, así, la totalidad de las instituciones forma el conjunto del orden jurídico vigente. Por ejemplo, la institución del matrimonio dentro del mismo ámbito del Derecho civil está conectada con las normas relativas a la filiación, con normas sucesorias, con las reglas sobre la emancipación, con los preceptos sobre la capacidad de la mujer casada, con las reglas generales sobre capacidad contractual, etc.; tiene además sus engarces con el Derecho penal (abandono, adulterio, etc.); posiblemente tiene también vínculos con el Derecho constitucional, si la Constitución contiene algún principio sobre esta materia; tiene también puntos de contacto con el Derecho procesal (órganos competentes para autorizar el matrimonio. para conocer de los pleitos de divorcio, procedimiento para liquidar la sociedad conyugal de bienes, etc.); tiene asimismo relaciones con el Derecho fiscal (por ejemplo, a los efectos del impuesto sobre la renta, cuyo monto es diferente según que se trate de casados o solteros) ; etc.

            Si contemplamos la tarea del jurista en conjunto, nos daremos cuenta de que esa faena consiste en trabajar sobre el Derecho vigente con un instrumental de conceptos, tales como por ejemplo, la noción universal de lo jurídico, los conceptos de deber jurídico, derecho subjetivo, relación jurídica, supuesto, consecuencia, etc.

            “Muchas veces, sobre todo en ciertas épocas, los juristas suelen realizar esa tarea siguiendo por inercia los carriles de la rutina establecida por la práctica. Pero hay ocasiones en las que esa rutina tropieza con dificultades; tropieza con problemas que no pueden ser enfocados con claridad ni resueltos satisfactoriamente con arreglo a aquellas recetas empíricas. Entonces el jurista cobra conciencia de problemas que condicionan toda su profesión y respecto de los cuales la ciencia concreta del derecho (la ciencia del Derecho civil mexicano, o la del Derecho administrativo francés), no puede ofrecer aclaración suficiente. Es entonces cuando el jurista siente la imperiosa necesidad de plantear esos problemas sobre un plano más profundo, más radical que el de su profesión cotidiana, a saber en la región de la Filosofía. Respondiendo a esa necesidad, en muchas épocas ha habido juristas insignes que se han lanzado a elaborar una teoría general del Derecho, oyendo todavía más allá una plenaria filosofía jurídica. Esto ha sucedido en mayor o menor volumen en casi todas las épocas; entre muchos ejemplos, recordemos los nombres de Cicerón, Cayo, Bartolo, Baldo, Ciño, Vázquez de Menchaca, Bañez, Súárez, Soto, Crocio, Altusio, Tomasio, Pufendorf, etc. Pero esto se ha producido en volumen considerablemente más grande e intensidad mayor desde el último tercio del siglo xix hasta el presente, y sigue en nuestros días todavía en aumento. Testimonio de ello son por ejemplo en la última parte del siglo las aportaciones a la teoría jurídica por parte de los ingleses, Austin, Holland, Clark, Liglituwd, Salmond. Markby; de los alemanes, Bergbohm, Merkel, Thon, Bierling, Binding; de los italianos, Amari, Fragapane, Vanni; del ruso Korkunov. etc. Y en el siglo xx habría que recordar entre otras las contribuciones de Stammler, Roguin, Picard, Del Vecchio, Kelsen, Félix Kaufmann, Schreier, Du Pasquier, Dabin, Djuvara, Haessaert, Goldschmidt, Donati, Levi, Troves, Bobbio, Carnelutti, Legaz, Martínez Pax, García Máynez, Gray, Pound, Stone, Morris, Cohén, Cairns, Patón, Hall, etc.

            Puede decirse que desde hace más de tres decenios, está casi universalmente reconocido en las facultades o escuelas de jurisprudencia la necesidad. de una Teoría general del Derecho; y también además la necesidad de una Estimativa Jurídica.

            El jurista profesional tiene momentos en que experimenta que su Ciencia Jurídica dogmática o técnica sufre dos tipos de limitaciones.

            Por una parte, se encuentra con que su Ciencia Jurídica dogmática o técnica le lleva a conocer un conjunto de normas positivas de un determinado orden jurídico. Pero esas normas, así como las relaciones que engendran, los deberes que imponen, los derechos subjetivos que otorgan, las sanciones que aplican, constituyen casos concretos, singularizaciones de algo más general, de un horizonte más dilatado. Al darse cuenta de esto, el jurista comprende que su mundo de conocimientos sobre el Derecho mexicano, o guatemalteco, o uruguayo, o norteamericano, o francés, no es suficiente ni es tampoco primario. Advierte que, por el contrario, esos conocimientos están edificados sobre unos supuestos más amplios, por ejemplo: el concepto universal de Derecho pura y simplemente, las nociones generales de norma jurídica, de relación jurídica, de supuesto y de consecuencia, de deber, de derecho subjetivo, etc. Precisamente porque esos conceptos constituyen el supuesto de la Ciencia Jurídica dogmática o técnica, ésta no puede aplicarlos suficientemente por sí misma. Los supuestos de cada ciencia no pertenecen al contenido de esa ciencia, sino que constituyen el tema de una indagación aparte, de índole filosófica. De ese modo, el jurista, al sentir la penuria de su ciencia a este respecto, y al sentir al mismo tiempo una urgente necesidad de aclarar tales supuestos, experimenta la urgencia de hacer teoría general del Derecho.           

            La teoría del Derecho constituye desde luego una disciplina pura; es un conocimiento teorético. Sin embargo, es un conocimiento indispensable para la aplicación práctica del Derecho en el ejercicio de las profesiones jurídicas, si se quiere que esa aplicación o ese ejercicio desenvuelvan sobre base segura, con precisión y con seriedad, y no tan sólo al buen tun tun, de un modo casual.

            Se podrían desarrollar varios argumentos para mostrar cuan indispensablemente la práctica jurídica necesita ser asentada sobre las bases de una Teoría general del Derecho y dirigida por ella. Pero en justificación de este aserto se puede aducir también la experiencia vital de eminentes jurisconsultos que sintieron la necesidad de una teoría general del Derecho, para desenvolver la práctica de su profesión a un nivel digno. Se lanzaron a meditar e indagar sobre temas de teoría jurídica, no porque un filósofo o teorizante los persuadiera, sino porque ellos mismos, sin haber menester de guía ajena, sintieron la necesidad de elaborar una doctrina general del Derecho. Tal fue la vía auténtica que los condujo a la Filosofía del Derecho. Tal fue por ejemplo, el caso del Magistrado Cardozo de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Tal es el caso del Abogado Osear Moríneau en México.

            En efecto, Oscar Morineau, jurisconsulto profundo y abogado brillante y eficaz, no se sintió satisfecho con toda su vastísima cultura jurídica y con sus grandes éxitos profesionales en el foro mexicano. Sintió que a su labor, por concienzuda que ella fuese, le faltaba un apoyo suficientemente satisfactorio, el apoyo de la cimentación que sólo la Teoría general del derecho puede dar. Claro es que Morineau poseía ya desde un principio una formación en esta disciplina. Pero él sentía que no le bastaba lo que había aprendido en sus años escolares; necesitó abordar de primera mano esos temas fundamentales; abordarlos por sí mismo, del modo auténtico que es determinado por una urgencia sentida genuinamente. Esa urgencia le lleva a plantear de nuevo, por sí propio, las cuestiones básicas de Teoría del Derecho. Naturalmente que no hace tabla rasa de lo mucho que aprendió en esa materia durante su formación profesional y en tiempos posteriores; por el contrario, tiene a la vista todas aquellas enseñanzas y además la nueva información que su espíritu alerta ha ido recogiendo después. Pero todo ello trata de contrastarlo con las necesidades teóricas y prácticas que él experimenta de un modo directo e inmediato en su vida profesional. Y todo ello lo somete a una revisión crítica, y además lo ensaya y confronta en la aplicación práctica. De esa suerte, Morineau se convirtió en un apasionado de la Teoría del Derecho. Lee y lee todo lo publicado y lo nuevo que se publica; pide opinión a sus colegas, discute con ellos; y trata de verificar sus propias concepciones a la luz de la experiencia en el ejercicio de su profesión de abogado.

            Su espíritu ágil y su temperamento vehemente a menudo llevan a Morineau a formarse pronto una opinión. Pero jamás se encastilla en sus propias opiniones. Por el contrario, gusta de buscar consejo y crítica, y, al hacerlo, los poros de su mente se abren a las sugestiones y comentarios ajenos. No sucumbe al deseo de originalidad a todo trance, ni le ciega el afecto paternal hacia sus propias creaciones. Se halla siempre dispuesto a rectificar posiciones anteriores, tan pronto como se convence de que puede superarlas.

            Sincero elogio y reconocimiento merecen sin duda muchos de sus aciertos teóricos. Y, a mí me ocurre, que aun respecto de varias doctrinas de Morineau, de las que yo discrepo totalmente, hallo en ellas puntos de vista valiosos y estímulos fecundos.

            En Oscar Morineau es sobremanera impresionante la autenticidad de su vocación, de su triple vocación: como abogado, como filósofo del Derecho y como profesor. Su entusiasmo por la Teoría del Derecho le lleva a aceptar una cátedra de esta disciplina en la Escuela de Jurisprudencia (hoy Facultad de Derecho) de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1947, que sigue desempeñando con plena competencia, con fecundidad y brillantez. Siente que tiene un mensaje para los estudiantes, un mensaje de Filosofía jurídica. Y se consagra de modo ejemplar a su tarea docente. Con máxima devoción se dedica a alumbrar el espíritu de sus alumnos, a comunicarles la conciencia clara y precisa de los problemas, a hacerles comprender el sentido y el alcance de las cuestiones, y a proveerlos con firmes fundamentos.

            Veamos ahora la otra necesidad que lanza al jurista profesional hacia el planteamiento del otro problema de la Filosofía del Derecho, el problema estimativo. El jurista, en tanto que jurista y nada más que como jurista, es decir, en su función de estudiar y aplicar el Derecho positivo, tiene un deber de fidelidad para con éste. A tal deber se le llama, en el pensamiento jurídico contemporáneo, “la dimensión dogmática de la Jurisprudencia”. El jurista, como abogado o como juez, no puede sustituir las normas que manan del poder jurídico por sus propias convicciones personales: debe fidelidad, obediencia, a las normas positivas vigentes. Pero la conciencia profesional del jurista ni debe ni puede acallar la voz de una conciencia más profunda, de la conciencia crítica o estimativa que señala las fallas, los defectos y las imperfecciones del Derecho vigente. Los ciudadanos no juristas perciben a veces dolorosamente la herida o el arañazo que produce una norma injusta o inadecuada, el conflicto que pervive y se envenena por la falta de una regla que lo zanje satisfactoriamente, el ahogo producido por la opresión, o la angustia causada por la inseguridad. Pero naturalmente nadie sabe más y mejor de estas cosas que el jurista; porque él, en contacto cotidiano con la aplicación del Derecho a la vida, es un observador privilegiado para advertir los defectos y los fracasos de las normas vigentes. Esa su copiosa experiencia en la confrontación práctica del Derecho positivo con las necesidades de la vida y con las aspiraciones ideales sentidas por la gente le dota con una excepcional capacidad para hacer la crítica de las normas vigentes y para aconsejar sobre la reforma progresiva de éstas.

            Adviértase empero que hacer la crítica de las normas vigentes y mostrar el camino para mejorarlas constituye una función mental diferente del puro ejercicio de la jurisprudencia. Mientras que la profesión de jurista en sentido estricto implica la fidelidad a las normas vigentes, en cambio la crítica de éstas y la propuesta de su reforma se inspira en criterios que están más allá de ellas, se inspira en una conciencia estimativa, en unos principios valoradores, en suma en una filosofía axiológica del Derecho. El jurista, en tanto que tal, tiene que reconocer que el Derecho vigente es el que se halla contenido en las normas positivas. Por el contrario, la crítica del Derecho vigente y la elaboración de programas para su reforma, sin perjuicio de reconocer que ése es el Derecho en un determinado momento en un cierto lugar, examinan hasta qué punto dicho ordenamiento vigente está o no justificado a la luz de unos valores, por tanto, someten a enjuiciamiento las reglas positivas desde un punto de vista axiológico. Tal función mental no pertenece al campo de la profesión jurídica en el sentido estricto de ésta, pero es una función que no puede extirparse de la conciencia humana y que constituye la condición necesaria para el progreso del Derecho. Este es al fin y al cabo un caso de la función estimativa, sin la cual la vida humana carecería de sentido y quedaría reducida a un conglomerado de meros hechos de fuerza.

            Ahora bien, la orientación para responder a los interrogantes estimativos que ineludiblemente brotan en la conciencia no puede buscarse dentro de la ciencia dogmática o técnica del Derecho. Hay que buscarla en otro campo, en el terreno de la filosofía. Así, cuando el jurista cobra conciencia de la injusticia, de la menor justicia, o de la inadecuación de una regla positiva, y hace la crítica de ésta y busca directrices para proponer la reforma de tal regla, entonces está ya desenvolviendo una actividad mental de raíz filosófica, está ya haciendo estimativa jurídica aplicada. Ahora bien, esa estimativa jurídica aplicada supone, en forma explícita o implícita, unos principios generales de axiología jurídica.

            La crítica de la norma vigente no es, sin embargo, el único camino por el cual el jurista, trascendiendo su propia función profesional, hace estimativa jurídica. Hay además otras dos vías por las cuales el jurista, sin salirse del marco estricto de su función, desarrolla una tarea de estimativa jurídica. Esas dos vías son: la actividad mental que desarrolla para rellenar las lagunas que hay en el Derecho previamente formulado; y la actividad interpretativa de las normas ya anteriormente formuladas.

            Cuando una laguna en el Derecho formulado no ha pedido rellenarse recurriendo a la aplicación de criterios contenidos implícitamente en el ordenamiento vigente (por ejemplo, los principios generales de ese mismo ordenamiento, la analogía, etc.), entonces no hay más camino que recurrir a los criterios filosóficos de estimativa jurídica que pueden ser armonizados con las ideas que inspiran el sistema jurídico positivo de que se trate.

            Por otra parte, adviértase que la función interpretativa es esencial a toda aplicación del Derecho. Incluso la norma en apariencia más clara necesita una interpretación, en virtud de la cual se establezcan las consecuencias concretas a que da lugar su aplicación a un caso determinado. Pues bien, hay un criterio universalmente válido de interpretación, a saber: que la interpretación debe hacerse en el sentido que produzca las consecuencias más justas, las consecuencias que estén más de acuerdo con los principios axiológicos que inspiran el ordenamiento positivo. Siguiendo ese criterio se cumple precisamente con el propósito primordial del Derecho positivo, que consiste precisamente en realizar lo mejor que se pueda las exigencias de la justicia. Claro que en el ejercicio de la función interpretativa el jurista no está autorizado a saltar por encima de las normas vigentes; por el contrario, tiene la obligación de ser fiel a dichas normas; pero dentro del marco establecido por éstas debe dirigir la interpretación de las mismas en el sentido de la mayor justicia posible.

            Aunque esta obra versa principalmente sobre Teoría jurídica e Introducción al Derecho, Oscar Morineau muestra clara y aguda conciencia de los problemas estimativos y de la relación que éstos tienen con la ciencia del Derecho y con la actividad del jurista. El fino espíritu de Morineau percibe y apunta certeramente los límites de la profesión jurídica, así como las relaciones de ésta con el conocimiento axiológico. Es que Morineau es un jurisconsulto auténtico y de alto rango: a fuer de tal, su visión jurídica, vigorosa y clara, está enraizada en un fondo genuinamente humano. De esta suerte su recia conciencia ética late en todo momento como noble inspiración.

            Esta no es solamente una obra de Teoría general del Derecho; es además un libro de Introducción al estudio del Derecho. A este último respecto ofrece al estudiante una sólida doctrina sobre algunos conceptos jurídicos materiales, como por ejemplo, la propiedad y la posesión, con algunas referencias al Derecho Mexicano. En esos capítulos del libro resaltan también una vasta información, una aguda capacidad para el análisis, y una mente constructiva.

            Mi reconocimiento sincero de los grandes méritos y de la alta calidad de este libro no implica que yo esté de acuerdo con todas las tesis mantenidas en sus páginas. Por el contrario, discrepo frente algunas de las ideas que Morineau presenta en esta obra. Así, por ejemplo, no estoy conforme con su crítica contra la dimensión de impositividad inexorable como nota esencial del concepto de lo jurídico; ni tampoco con su renuencia a admitir que, mientras que el deber jurídico existe objetivamente, de modo incondicionado, en cambio no puede hablarse de un deber moral concreto de un determinado sujeto, si éste en el fondo de su conciencia no se siente convencido de que le liga tal deber; ni con ciertas apreciaciones, que parecen injustas, sobre algunas teorías de Kelsen. Estas y otras discrepancias, sin embargo, en nada merman la muy alta estimación que me merece esta obra de Oscar Morineau. Y, por otra parte, no considero que un prólogo a un libro ajeno sea el lugar adecuado para desarrollar controversias con el autor de éste.

            Con el presente libro Morineau contribuye positivamente al pensamiento jurídico de nuestro tiempo, enriquece con aportación de gran valor la literatura en lengua castellana sobre estos temas, da prestigio a México y a su Universidad Nacional, ofrece a sus colegas sugestiones muy estimables y estímulos para pensar de nuevo y discutir multitud de temas fundamentales, y suministra a los estudiantes un valioso y útil instrumento de trabajo.

                                                                                   Dr. Luis Recasens Siches.

Introducción

Oscar Morineau

La preparación de un libro de texto para la licenciatura en derecho presenta problemas de conciencia, cuando su autor no se limita a hacer un resumen ordenado de principios y doctrinas más o menos consagrados. Si se considera que el objeto del libro de texto es enseñar al alumno el conjunto de principios, conceptos y definiciones aceptados en el medio en donde ejercerá su profesión, no está justificado provocar en él la incertidumbre mediante críticas a todas las doctrinas y a todos los autores, pues entonces existe el riesgo de que el estudiante pierda la fe en la objetividad de la ciencia jurídica, el respeto a la autoridad y que salga de la Escuela incapacitado para la lucha profesional. Si el autor del texto impone doctrinas propias como verdad última, existe la posibilidad, casi a seguridad, de que tales doctrinas resulten falsas y que su autor se vea obligado a modificarlas en cada nueva edición de su libro. Con razón se afirma que el autor de un texto no tiene derecho a ser original. He aquí la tesis clásica acerca del libro de texto.

            Es tal la fuerza de la verdad contenida en la tesis anterior que solamente la tortura producida por la enseñanza de algo que se considera falso y de consecuencias funestas es capaz de hacer surgir la antitesis, a través de la cual llegaremos, finalmente, a encontrar la síntesis equilibrada que contenga la orientación que debe presidir la preparación del libro de texto, tratándose de nuestra materia.

            La solución del problema debe encontrarse en función del alumno de la sociedad a la cual va a servir, de la naturaleza del tema mismo y del estado que guardan actualmente los conocimientos del objeto estudiado. Si estamos enseñando a sumar es impertinente exponer en clase la filosofía de la aritmética; pero si estamos enseñando el método jurídico a un futuro profesional del derecho, y los conceptos jurídicos fundamentales y su aplicación al estudio de importantes instituciones jurídicas y finalmente la justificación valiosa del derecho, es indudable que no podemos limitarnos a leerle los diversos artículos de los códigos y a decirle cómo se aplican por los jueces. Nadie niega que es indispensable que llegue a cono cer en la Escuela los diversos preceptos integrantes del orden positivo, la interpretación o sentido de sus artículos y la manera de utilizarlos en la vida judicial, en los contratos y en las relaciones jurídicas. Gran parte de la carrera será dedicada a este aprendizaje; pero nuestra materia desempeña una función completamente distinta a la anterior. En nuestro curso estamos obligados a dotar al alumno de un método adecuado para la investigación científica del derecho, a descubrir su esencia formal y su justificación valiosa. La finalidad del curso así como la naturaleza de la materia y su estado actual de desarrollo, imponen la investigación crítica. El estudio de las instituciones positivas es como la ciencia aplicada, frente a la metodología jurídica, los conceptos jurídicos fundamentales y la axiología del derecho, que desempeñan el papel de ciencia pura. He aquí la antítesis: frente al dogmatismo mecanizado, la investigación crítica; frente a la memorización del contenido contingente del derecho positivo y el aprendizaje de las prácticas judiciales, el estudio del método y la aprehensión esencial y valiosa del objeto.

            La tesis expuesta al principio sirve para condenar el estado lamentable porque atraviesa la enseñanza de nuestra materia. En vez de la aceptación incondicional de un texto, al cual se someten los alumnos y profesores en muchas facultades europeas, nos encontramos con que en México cada profesor escoge su texto, propio o ajeno, enseña las doctrinas preferidas por él y critica los restantes. Es indudable que el alumno llega a perder el respeto a la autoridad y a considerar que no existen conocimientos permanentes, una verdadera ciencia del derecho. Pero desgraciadamente la objetividad y el respeto logrados mediante la enseñanza dogmática de nuestra disciplina son aparentes y provisionales. Es falsa la sensación de objetividad y permanencia que se pretende crear mediante la adopción caprichosa de determinada tendencia o escuela. Semejante política sólo serviría para que el alumno muy pronto abandonara su seguridad aparente y renegara de los maestros que no supieron fomentar en él un espíritu crítico de investigación. Además, jamás podremos justificar que un maestro enseñe algo que considera falso, por la sola idea de no crear dudas en los alumnos universitarios. La única forma de poder justificar el deber de enseñar la misma doctrina en toda la Facultad consiste en crear un cuerpo de conocimientos generalmente aceptados por los investigadores dedicados a la materia y la única forma de lograr el imperio de la dogmática en la Escuela consiste en omitir por completo nuestro curso, como se hace en la mayor parte de las escuelas del mundo, en donde se limitan a aprender de memoria el derecho positivo junto con su interpretación.

            Basta con que tratemos de aplicar la tesis comentada para descubrir la imposibilidad de llevarla a la práctica. Supongamos que todos los profesores de la materia nos reuniéramos para redactar el conjunto de doctrinas y principios que fueran enseñados por todos. Escojamos el concepto de persona jurídica colectiva. Determinado profesor propone que sea escogida la teoría de la ficción e invoca la autoridad insigne de Savigny; otro escoge determinada teoría realista u organicista, invocando también a insignes juristas; un tercero prefiere la tesis del patrimonio sin sujeto, y otro la notable construcción formal de Kelsen. En el acto nos damos cuenta de que no es Se preferir a ninguna de las teorías propuestas, para enseñarla como verdad única a los jóvenes alumnos de la licenciatura. Es cierto que cada no de los juristas que elaboraron las diversas doctrinas acerca del problema comentado es más famoso que cualquiera de los abogados que impartimos la clase en nuestra Escuela. Sin embargo, lo anterior no justifica que aceptada ninguna de las doctrinas conocidas o que el profesor se limite a exponerlas a todas sin iniciar al alumno en la crítica objetiva de cada una de ellas. Con mayor razón está justificado que el profesor critique las doctrinas expuestas en los textos mexicanos, pues dichas obras representan moneda que circula profusamente en la Escuela y tenemos el deber de tomarlas en cuenta para el bien de la cultura jurídica y para que los alumno estén en condenes de rechazar sus errores y de aceptar sus aciertos. Naturalmente que la critica jamás debe fundarse en rivalidades personales, sino en el deseo sincero de buscar la verdad. Esta actitud representa única forma de lograr la evolución de nuestra disciplina y de llegar a formar un cuerpo de conocimientos más o menos permanente. Sobre todo es el único camino para lograr que el alumno forme su criterio.

            Si llevamos al extremo este segundo punto de vista, cada profesor enseñará, como verdades definitivas, sus ideas personales, con fundamento en la libertad de cátedra. Pero si el profesor esta consciente de su grave responsabilidad frente al alumno, tendrá buen cuidado en hacer una exposición breve, pero fiel, de las diversas doctrinas, para terminar con una critica sobria de las mismas y con la exposición de su punto de vista personal, expresando siempre las razones que le asisten e insistiendo, invariablemente, en que se trata de un esfuerzo sincero que no pretende ser la verdad última En este caso no existe ningún peligro de desorientar al alumno, sino que, por lo contrario, con el ejemplo del profesor aprenderá a desarrollar un espíritu crítico en el descubrimiento de la verdad en donde quiera que la encuentre. Esta es la única práctica que puede afinar y fomentar el criterio jurídico del alumno.

            Si las enseñanzas del profesor llegan a aparecer en un libro, entonces existe la protección adicional representada por la crítica de otros profesores especializados en la materia. Esta es la manera de ir corrigiendo errores y de imponer los descubrimientos que resulten ser más objetivos y que mejor expliquen la naturaleza del objeto estudiado. Frente a la investigación sincera de todas las doctrinas, frente al descubrimiento de sus aciertos y de sus fallas, frente al propósito invariable de descubrir la verdad y de respetar la opinión ajena cuando se presenta fundada, resulta pobre y sofocante el dogmatismo que no persigue la búsqueda de la verdad, sino el deseo de causar en el alumno la sensación de que nuestra disciplina ya está estructura en forma absoluta y eterna y que las autoridades ilustres son intocables, a pesar de que existen divergencias irreconocibles entre ellas.

            Finalmente, cabe advertir que no existe ninguna incompatibilidad entre el conocimiento preciso de nuestras instituciones positivas y de nuestra práctica jurídica, frente al espíritu universal del jurista que busca el perfeccionamiento de su método, las formas invariables del derecho y su fundamentación axiológica. Por el contrario, esta última tarea es indispensable para lograr la primera con plenitud. Es posible enseñar el derecho positivo en forma dogmática, pues cualquiera que sea su esencia y su justificación valiosa, basta con identificar el mandato del soberano con el derecho para que podamos operar con un objeto dado, limitándonos a descubrir su sentido. El método apropiado en este caso es el aprendizaje dogmático; el fin, la preparación de prácticos del derecho. Este aspecto de la profesión es absolutamente necesario y a su realización están dedicados la mayor parte de los cursos de la carrera. Pero la experiencia de más de veinte años en el ejercicio de la profesión nos permite afirmar que el conocimiento de los conceptos jurídicos y de método apropiado al derecho son de valor inestimable en el ejercicio de la profesión, en el diagnóstico del caso concreto.

            La calidad humana del profesional educado exclusivamente en el positivismo dogmático está representada por una mayoría de codigueros que se dedican a defender los negocios de sus clientes y se hacen la ilusión de que operan con datos objetivos; las reglas que consagran los interesa que han logrado ser reconocidos. Esta sensación de permanencia es invariablemente alterada por una minoría de inconformes, generalmente impreparados, pues también ellos fueron hijos de un bovarismo jurídico, de la creencia ingenua que operaban con datos objetivos y permanentes a la manera de las ciencias naturales. Al descubrir su error reniegan de la autoridad y consideran que las instituciones jurídicas no son más que un conjunto de ficciones y prejuicios impuestos en forma dogmática con el fin de rendir culto a la estática social. La dinámica social aparece como reacción violenta y ciega en contra de todo lo establecido. Ante la amenaza de la anarquía representada por los innovadores, la mayoría de los abogados se atrinchera en el orden establecido e invoca el valor seguridad y la doctrina de los derechos inmutables. Este espíritu conservador se manifiesta no solamente en las clases privilegiadas del pasado, la aristocracia y la burguesía, sino en cualquier grupo que ha conseguido el reconocimiento de sus intereses. Ya lo hemos visto aparecer en el obrero que se asocia a los monopolios para enfrentarse al consumidor y en el proletario organizado frente a las masas desorganizadas de campesinos. Es impresionante y además muy humana la actitud reaccionaria del obrero que se rehusa a discutir lo que él considera como conquista de clase, en aquellos casos evidentes en que tales conquistas representan un obstáculo para la modernización de la industria, para la selección de los más aptos, para lograr la disciplina necesaria en el logro de una mayor eficiencia en la producción, etc.

            Podría presentarse otra objeción al libro, afirmando que resulta difícil para los alumnos de la licenciatura y que por tanto fuera preferible limitarlo a una exposición elemental de los conceptos jurídicos fundamentales. La tesis consiste en suponer que un texto debe contener el mínimo necesario y que éste en particular debió haber eliminado las críticas constantes, las consideraciones axiológicas y las aplicaciones prácticas. Esta crítica estará justificada si lo difícil del texto se debe a su mala calidad. Por lo demás, estamos obligados a redactar un texto con horizontes abiertos, uno que provoque la tensión espiritual del alumno, pues siendo el derecho un objeto axiológico, es indispensable introducir al futuro profesional, desde luego, después y siempre, al mundo de los valores. Y siendo el derecho un instrumento práctico, es necesario mostrar al estudiante sus aplicaciones a la vida jurídica, para familiarizarlo no sólo con la intuición, sino con la realización de los valores.

            Precisamente para poder formar hombres dotados de un espíritu universal, familiarizados con la fundamentación última del orden establecido y conscientes de la necesidad de renovarlo constantemente, nos atreveremos a criticar lo que consideramos falso o susceptible de mejorarse; pero invariablemente trataremos de proponer algo que consideremos mejor. No nos guía ninguna enemistad personal, sino el deseo de perfeccionar el conocimiento de nuestro objeto y de ayudar a los que, como nosotros, se han impuesto la misma tarea. Afortunadamente los profesores de la materia son maestros o amigos queridos. Apelamos a ellos con toda sinceridad y urgencia para que nos ayuden a su vez a descubrir nuestros frecuentes Y graves errores.

            Para los alumnos vaya este mensaje: el libro fue inspirado por el deseo de enseñarles y el estímulo necesario para escribirlo, frente a las abrumadoras demandas de la vida diaria, se lo debemos a ellos. Tenemos la convicción de poder formar abogados que tengan un alto concepto acerca de la ciencia del derecho, un sentido profundo de responsabilidad profesional y un amor sincero por la justicia y por la libertad. Nuestra tarea consiste en desarrollar en ellos suficiente objetividad para que no se conviertan inconscientemente en guardianes fanáticos de intereses de rango inferior y en despertar su espíritu para que no carezcan de voluntad para preferir la conducta más valiosa en la vida.

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